SI LO QUE pretendían era volver en septiembre con la cabeza descansada, como decía siempre mi madre, tal vez deberían haber adoptado medidas radicales: apagón tecnológico general. Desenchufe total. Pero ya sé que es como pedir peras al olmo (una expresión que envejece deprisa, vaya usted a saber por qué). Agosto toca a su fin y nos deja neuronalmente exhaustos, por nuestro vicio pantallero. Y por la realidad misma, que nunca nos da tregua.
Otros, en cambio, consideran que el morbo también ocupa y entretiene, rellenando los huecos difíciles. El vacío está bien, pero llega un momento en el que el personal necesita llenarlo con algo, como necesitaban los antiguos la música de las esferas. Y aunque hay aguerridos héroes que son capaces de lanzar el móvil al capazo del olvido, que entierran la desmesura de los gigas, la mayoría somos vulnerables, o más bien volubles, y no podemos vivir en ese espléndido aislamiento que tanto gusta a los ingleses brexiteros.
Hubo un tiempo en el que el verano mantenía un guion escrito que se caracterizaba por un perfil bajo y muy previsible. Celebrábamos momentos culminantes patrios, como el posado playero de Ana Obregón (sobre todo de ella) y otros entretenimientos menores de poca enjundia, pero también de poco peligro. Este agosto que declina ha ofrecido sus momentos de famoseo, pero, en general, en formato bucle, recurrentes hasta el hartazgo, como lo de Tamara, oh cielos, o el desamor de Rauw y Rosalía. Son esas noticias que se inspiran en un perro que muerde el bajo de un pantalón y no lo suelta: esa es la figura. La cosa funciona un tiempo, pero el personal también se cansa. Mbappé, siempre lo cito por su insufrible persistencia, es la versión moderna y madridista de Esperando a Godot.
Por si no fuera suficiente con la agitación del otoño, el invierno y la primavera, ahora los veranos se complacen en mantenernos con las orejas erizadas y los ojos como platos. O se hace uno eremita tecnológico, ya digo, sin probar la manzana de los gigas, o se expone a que todo lo malo le alcance, a que toda la alegría se esfume, a que el lado feo del mundo imponga su ley.
Esas fruslerías estivales que tanto nos relajaban, o se han convertido en culebrones pesadísimos o simplemente son anuladas por el peso formidable de la realidad. Los ovnis o fanis, como ya escribimos aquí, han intentado ocupar el vacío de agosto. Lo han conseguido parcialmente, porque ahora estamos más pendientes de volver a la luna que de buscar alienígenas. La última serpiente de verano (casi literalmente) ha sido el tímido retorno de Nessie, el monstruo del lago Ness, ya saben. Es un entretenimiento retro, muy retro. He leído que está a punto de lanzarse la gran expedición en su búsqueda: ¿otra vez? Y algo más: ¿acaso Nessie, de existir, es inmortal? Parece claro que los mitos veraniegos flojean. En cambio, la realidad está en su mejor momento. Todo lo malo encuentra pronto su cauce.
Un análisis rápido de las últimas semanas nos arroja en brazos de la incomodidad. Devoramos un exceso de realidad, creyendo que así estamos más en la pomada. Es una dieta dañina, seguramente. El verano ha perdido el viejo espíritu del abandono, la dulzura de la nada, el inmenso gozo de la pereza, porque el mundo actual no tolera que estemos demasiado tiempo alejados del volcán contemporáneo.
Caemos hacia septiembre como Alicia por el agujero en el suelo, entre las telas de varias pesadillas. Todo se ha iniciado, la mecha se ha prendido, y nada se ha resuelto. El cambio climático se ha hecho más presente que nunca en nuestras vidas durante este verano. De eso ya no podremos desconectar, me temo. El país se dirige hacia un otoño feroz, el de la investidura dura. Y la gran belleza de la victoria española en el Mundial de fútbol femenino se ha agostado dramáticamente, injustamente ensombrecida a causa del vértigo global desatado por la gran polémica del asunto Rubiales. Sólo Trump hace de verdad su agosto, gracias a las tazas y las camisetas, estampadas con su warholiana foto policial, ese nuevo fetiche.