EL INICIO del curso académico en la universidad trae de nuevo a la primera línea de la actualidad las flaquezas y las grandezas de la alta institución educativa: de hecho, aparecen de manera recurrente, sobre todo al llegar el otoño, y luego se difuminan a lo largo del curso, una vez que pasan las fechas con más impacto mediático. Pero los problemas siguen ahí, algunos, además, completamente enquistados.

La universidad pública, al menos si nos atenemos a la presencia en los, por otro lado, polémicos rankings, empieza a ofrecer síntomas evidentes de falta de competitividad, derivados, en gran medida, de la infradotación económica, pero también de los atascos de la burocracia, también enquistada y sistémica, de la necesidad de atraer y fijar talento, de la importancia de configurar la docencia como un elemento esencial, sin continuas provisionalidades.

No han faltado críticas en las últimas décadas a la proliferación de universidades públicas en nuestro país (lo de las privadas ya es otro cantar), cuando, en realidad, en comparación con otros países, de características iguales o incluso superiores, el Sistema Universitario Español (SUE) no está en absoluto sobredimensionado, como tampoco es cierto que haya un exceso de graduados universitarios con respecto a lo que se necesita (¿qué es, por cierto, lo que se necesita?), lo cual provoca, según esas críticas a las que nos referimos, ciertos problemas de encaje a la hora de encontrar empleos.

José Antonio Pérez, en un informe de la CRUE en torno a las cifras de la universidad, con la perspectiva 2030, señala: “El SUE no está sobredimensionado: tiene menos universidades por habitante que la mayoría de los sistemas universitarios internacionales de calidad, capta, para cursar estudios universitarios, una proporción de la población de 18 a 30 años similar a la de los referidos sistemas y sus egresados nutren un déficit de educación universitaria que todavía persiste en la población activa española respecto a la de los países avanzados”. Me parece una observación atinada.

Tenemos un déficit que viene de muy atrás, nos cuesta situarnos en la escala internacional, y muchos de nuestros jóvenes titulados encuentran puestos de alta responsabilidad (y alta remuneración, todo hay que decirlo) … pero en el extranjero. ¿No será que es nuestro mercado, nuestro sistema laboral, el que no reconoce adecuadamente los méritos obtenidos por los alumnos egresados ni ofrece suficientes puestos especializados, cualificados, y, sobre todo, bien pagados? ¿No será que, a pesar de nuestra relevancia global, no apoyamos suficientemente el empleo de alto nivel, de alta cualificación, lo que implica perder talento, formación pagada en parte por todos, mientras se critica irresponsablemente el exceso (falso, además) de universitarios?

No es ese el camino. Se hace un flaco favor a un país minusvalorando la educación o la cultura, criticando el dinero que se gasta en formación, afirmando que la universidad no produce exactamente los especialistas que el mercado demanda. Como si esa fuera la única misión de la universidad: satisfacer las demandas inmediatas del mercado. No. La universidad es, ha de ser, mucho más que eso. Estamos hablando de la capacitación laboral, sí, pero también de un esfuerzo por mejorar la preparación cultural e intelectual de la población, que nunca sobra, un esfuerzo por investigar más y mejor, un esfuerzo por lograr que la formación llegue a la población durante toda su vida, no sólo en los años jóvenes. Y otras muchas cosas. La misión universitaria va, ha de ir, mucho más allá. Simplificar suele ser peligroso.

Los malos resultados recientes en el listado de Shanghái (lo de los rankings merecería un tratado aparte), que han afectado en bloque a las universidades españolas, y también a otras, deben explicarse en un contexto de alta competitividad con medios cada vez más escasos: se ha cifrado el descenso de fondos en un 20 por ciento en la última década. Milagros, los justos.