ESTA PASADA SEMANA VIAJÉ a Eslovenia para participar en su capital, Liubliana, en el Congreso de la Asociación Europea de Instituciones sobre Migraciones (AEMI), organizado por la Academia Eslovena de Ciencias y Artes y su Instituto Esloveno de la Migración. Tuve el privilegio de conocer y charlar con el ministro de Trabajo y Asuntos Sociales esloveno, Grega Malec, quien resaltó la idoneidad de la participación de los migrantes en sectores laborales estratégicos, el fomento del autoempleo, y la obligación de asegurar los derechos de los inmigrantes, al tiempo que reconocer su cualificación profesional, y el papel que desempeñan en servicios esenciales e incluso como fuerza laboral frente a desastres naturales o carencias sociales. Hacia ahí se dirigen las últimas iniciativas legales aprobadas en Eslovenia.
Curiosamente, este encuentro internacional, que aglutinó a académicos, investigadores y representantes públicos, coincidió con una semana convulsa en lo que a inmigración se refiere. De hecho, al tiempo que trascendía el “escándalo” por la venta de visados en consulados y embajadas de Polonia para enfado de Alemania y disgusto de la Comisión Europea (CE), en Dinamarca los medios se hacían eco de la denuncia del alto comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados (Acnur), y del Tribunal Europeo de Derechos Humanos de Estrasburgo (TEDH) por las órdenes de deportación dictadas por el Gobierno danés.
Asimismo, la llegada de migrantes a Canarias e Italia batió récords; y miles de armenios de Nagorno Karabaj iniciaron un éxodo por temor a represalias o a una limpieza étnica tras la victoria de Azerbaiyán. Al tiempo, Olaf Scholz advertía sobre los riesgos de la “inmigración descontrolada”, y hablaba de restricciones en la acogida de refugiados. Y Giorgia Meloni trataba de convencer a Macron para frenar los flujos migratorios con más inversiones en los países de origen, y repatriaciones más ágiles supervisadas por la ONU. Entretanto, la UE negociaba el “mecanismo de emergencia” y los reglamentos del Pacto Migratorio y de Asilo, y veía cómo Túnez ponía trabas al proyecto financiero ofrecido por la CE a cambio de un control más férreo de sus fronteras.
Es lógico que Libia, Túnez o Marruecos vacilen a la hora de aplicar medidas más contundentes contra las mafias o de protección a los migrantes, pues ven cómo el “espacio común europeo” no es tal cuando se trata de inmigración. Migrantes, refugiados y solicitantes de asilo son puestos en un mismo saco; y hasta las ONG son presa de sanciones severas pese a la labor humanitaria que realizan. La UE, a falta de ideas para luchar contra el crimen organizado, y establecer corredores humanitarios y mecanismos de solidaridad, responde con políticas que, en vez de cooperación, proyectan disuasión y, a veces, incluso vulneración de derechos.