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Opinión | Buenos días y buena suerte

Profesor titular de Universidad

Tener y no tener (un Nobel)

Otorgar premios de este nivel (y de cualquier otro) siempre es polémico. Y, normalmente, se espera que le guste al galardonado, aunque tampoco hay seguridad de que sea así. Por ejemplo, Bob Dylan pasó de puntillas cuando le otorgaron el de Literatura, remoloneó un poco y, si no recuerdo mal, lo recogió más tarde, como quien al fin hace un hueco en la agenda para algo que tenía pendiente, como ir a la oficina de objetos perdidos. ¡Ah, sí, el premio!, seguro que se dijo. Sartre, al que Vargas Llosa tanto amó en la primera fase (como diría un cinéfilo) renunció a él, como gesto de rechazo a lo oficial, desapego a los homenajes o lo que fuera. Pero Vargas Llosa, en cambio, como ya conté aquí, lo deseaba, eso sí, bastante en silencio y con moderación. No hay nada malo en desear un Nobel. A la mayoría de nosotros nos gustaría, méritos aparte (quién habla aquí de méritos), aunque sólo fuera por abordar el salón azul de Estocolmo, tan solemne y tan lleno de gloria.

Ya conté también, como una de mis batallitas literarias, que en una ocasión estuve allí justo el día después de la ceremonia de entrega de un Nobel de Literatura, no recuerdo ahora muy bien a quién se lo habían dado, vamos, que no llevo la cuenta ni me voy a levantar a mirarlo, pero, aunque el lugar me pareció hermoso, muy para ejecutar un baile, me decepcionó ver a los obreros del Ayuntamiento de Estocolmo (creo que eran ellos) recogiendo todo en cajas de cartón. También creo que estaban los de la limpieza pasando la mopa, y estuve a punto de decirles que no quitaran los restos de la gloria de la noche anterior, que no se llevaran la emoción con la aspiradora.

Un lugar para celebrar, al que se le aplican los líquidos de la limpieza y los abrillantadores de pomos a media mañana, pierde todo el embrujo, qué quieren. Pero claro, había que hacerlo. Dejarlo todo listo para otro Nobel, como del trinque. En fin. Reconozco que me emocionó la visita, desde luego, pero me produjo cierta inquietud ese momento desangelado que tiene la gloria ya disipada, como si aquellos trabajadores de la brigada de la limpieza de Estocolmo estuvieran recogiendo también los adjetivos y las preposiciones sobrantes que siempre quedan en noches así sobre la moqueta.

Ahora bien, no ganar el Nobel de Literatura debe ser menos trágico que no ganar el Nobel de la Paz. Que se lo digan a Trump, que lo esperaba como si fuera cosa de Santa Claus. Aunque ambos premios suelen estar en entredicho (del de Física, por ejemplo, nadie dice nada, aunque se lo suelen llevar unos cuantos cuánticos memorables). Opinar del Nobel de Literatura es una costumbre, un hábito, y no faltan los que expresan su desánimo ante las reiteradas derrotas de un determinado candidato (que no suele decir nada, claro, porque un Nobel se gana, no se pierde). Ahí está el ejemplo de Murakami, al que muchos ven como un escritor al que se le ha pasado el arroz del premio, de tanto estar en las listas. Un día se lo darán por sorpresa.

El húngaro László Krasznahorkai, que lo acaba de ganar, sí estaba en la lista. A mí la IA me lo dijo el día antes, con bastante seguridad. Monmany y Zgustova, buenas amigas que saben muchísimo de literatura centroeuropea, dicen que es una elección acertada y fascinante. Lo es. Yo era más de Cartarescu, que pertenece a una tradición semejante, pero estoy encantado también. Cuando lo entrevisté hace unos meses por la genial ‘Theodoros’ (Impedimenta), le pregunté por la posibilidad del Nobel y me respondió que no quería hablar de eso. Como si diera mal fario. Bueno, ya iremos viendo.

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