Opinión | POLÍTICAS DE BABEL
Guardianes y custodios de nuestra libertad
Este 1 de octubre, un año más, tuve el privilegio de asistir en Santiago de Compostela a los actos institucionales de celebración del Día de la admirable Policía Nacional y la Unidad de Policía Adscrita de Galicia (UPA). Asimismo, disfruté el honor de participar, de nuevo, en la festividad de la Virgen del Pilar, Patrona del Cuerpo de la Benemérita, que tuvo lugar el día 12 de octubre bajo la batuta de la comandancia y compañía de la Guardia Civil de la capital gallega. Debo reconocer que son actos tan llenos de solemnidad, ceremonia y afecto, que le dejan a uno marcado para el resto del año. Lo que todos sentimos en dichos eventos no es fácil de explicar. Nuestros guardias y policías nos infunden una agradable mezcla de envidia y admiración. Admiración, por su capacidad de entrega, sacrificio y trabajo. Y envidia, por la enorme labor de servicio que prestan a la ciudadanía en su conjunto.
Como servidores públicos que son, podríamos estar tentados a comparar su devoción hacia el prójimo con tantas otras tareas que, también en favor de la comunidad, realizan profesionales tan diversos y necesarios como los profesores, los fontaneros, los médicos, los electricistas, los abogados, los barrenderos, los jueces, o los transportistas. Todos ellos dedican su tiempo y sus jornadas a mejorar la vida de sus conciudadanos. Sin embargo, la diferencia radica en que nuestros guardias y policías lo hacen aun sabiendo que, con su actividad diaria, son sus propias vidas las que ponen en peligro con la sola intención de proteger las nuestras. En ello se basa la distinción. Nuestros oficiales y agentes del orden podrían sobrevivir sin nosotros, pues para ello se entrenan y esmeran cada día. Pero nosotros, sin su ayuda y protección, perderíamos todo aquello que nos hace libres. Me refiero al orden, al bienestar y a la seguridad. Quizá por eso observo también con tanto respeto y embeleso a esos familiares suyos que los acompañan en cada una de sus merecidas celebraciones; allegados que siempre me sorprenden por su habitual, pulcra y humilde discreción.
Hablamos de hombres y mujeres que cada mañana, tarde y noche despiden a sus maridos y esposas con la esperanza de que, tras sus interminables jornadas, vuelvan a casa sanos y salvos para poder transmitir su afecto y protección también a sus adoradas familias. Abuelos, padres, madres e hijos que, generosamente, comparten la atención que les demandan hacia sus familias, con el cariño que también necesita una sociedad que depende de los suyos tanto o más que ellos mismos. Es por eso que este año, cuando presenciaba el lógico reconocimiento y las justas condecoraciones que recibían tantos y tan ejemplares miembros de nuestras Fuerzas y Cuerpos de Seguridad del Estado (FCSE), me preguntaba si acaso no sería oportuno premiar también la generosidad de quienes los acompañan, animan y confortan a diario en la intimidad de sus hogares.
En todo caso, y hasta que ese reconocimiento se haga realidad a nivel administrativo e institucional, sirva esta columna para rendirle homenaje a esas familias a las que aprovechamos para decirles que cuentan con nuestra admiración y agradecimiento. Si nuestros ángeles guardianes y custodios son, como evidencian las encuestas oficiales de valoración social, tan virtuosos como ejemplares, esas familias suyas superan también, sin duda, la barrera de lo extraordinario. Buen servicio y mil gracias a todos ellos y ellas por cuidarnos tanto y tan bien. Ojalá algún día nuestros políticos, nuestros legisladores, y nuestros Gobiernos, sepan reconocer y recompensar debidamente su meritoria labor.
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