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Opinión | Buenos días y buenas suerte

La mirada en América

Cada país de Latinoamérica tiene su historia, tantas veces compartida, y tiene sus afanes y sus problemas, pero Trump contempla el sur como un todo en el que puede obrar casi a su antojo: nada extraño en la historia de su país. Haciendo distingos, según los dirigentes, reta a Maduro y aplaude a Milei, al que, además, ha soltado una pasta gansa para mantener el difícil equilibrio económico del país de las crisis eternas. La táctica de Trump es previsible y conocida: si usted hace lo que me gusta, le trataré bien. Si no, prepárese para sufrir las consecuencias. Muy en la línea de la política elemental que maneja, palo y zanahoria, o así. Con Rusia o China las cosas le van peor: es más difícil presionar, incluso con los aranceles. En Latinoamérica quiere mantener su vitola de país dominante que puede decidir en lo que tantas veces se llamó, de manera muy hiriente, el patio de atrás de los USA.

Trump vincula sus diferencias con Latinoamérica al problema de la droga y, por supuesto, a la inmigración. Como es propio de gobiernos populistas o ultras, los asuntos de seguridad nacional, reales o no, parecen resultar muy rentables electoralmente y eso está provocando incluso giros en gobiernos europeos (¿Alemania?), y en la opinión de líderes que se enfrentan al ascenso indiscutible de la ultraderecha en Europa. Ni los bulos frenan la tendencia.

En Latinoamérica, el tráfico de fentanilo y otras sustancias, constituido en un verdadero problema social en algunas grandes ciudades de los Estados Unidos, ha servido de fácil argumento para incrementar la presencia militar en aguas del Caribe o del Pacífico, cerca de Venezuela, y, lo que es más preocupante, para llevar a cabo ataques contra lanchas supuestamente relacionadas con el narcotráfico, sin que medien detenciones ni procesos judiciales. Estamos acostumbrados a la ligereza trumpiana a la hora de interpretar los tratados internacionales, pero esta política de hechos consumados está yendo demasiado lejos. El temor a que se esté fraguando una invasión no deja de crecer. Claro que Trump es un presidente que puede cambiar de opinión a gran velocidad. Ahí está, por ejemplo, su nuevo acercamiento a Lula, como gran excepción. Brasil es mucho Brasil, es cierto. Y Trump sabe que necesita equilibrar la competencia de China en la zona.

Con el pie en Argentina como punto de apoyo, Trump se ha congratulado de la victoria de Milei en las legislativas. Milei ha revertido lo que se apuntaba en la provincia de Buenos Aires, y, con o sin motosierra, se ampara en el abrazo de Trump. Y en sus dólares. Trump ya había advertido que un giro en la política argentina provocaría que cerrase la billetera. Así funciona esto.

Una vez que Trump ha puesto en marcha la militarización de algunas ciudades de su propio país, sin importarle al parecer las marchas multitudinarias en su contra, no parece probable que se detenga en sus políticas con Latinoamérica. Lo que mejor le funciona es el discurso anti inmigratorio, antidiversidad y la cantinela de la seguridad llevada al extremo. Como pretexto para hacer algunas cosas, también le funciona. Curiosamente, ese discurso se mezcla con el apoyo a la práctica libertad de posesión de armas en su país, mejor vista por él que la libertad de periodistas y cómicos.

Como el propio Milei, Trump siente que él encarna el bien frente a los ejecutores del mal, y, ante eso, le parece que casi todo vale. Y, si no lo siente, hace que sus votantes lo piensen. Con eso le basta. No hay nada más dañino que la política plana y sin matices. En eso se fundamenta el autoritarismo.

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