Opinión | Con sentido común
La Tierra de Canaán
Egipcios, cananeos, asirios, babilonios, griegos, romanos, filisteos, persas, los propios israelitas tras el Éxodo y turcos otomanos, ocuparon la bíblica Tierra de Canaán a lo largo de los siglos.
La cuestión religiosa ha tenido una profunda influencia en la inestabilidad de Palestina, como lugar sagrado que es para las tres religiones monoteístas que tienen como Dios al Dios de Abrahán.
En 1917, Gran Bretaña, que deseaba fortalecer su presencia en Oriente Medio, emitió la llamada Declaración Balfour, por la que abría las puertas a un futuro Estado judío en su tierra ancestral, “sin perjuicio de los derechos civiles y religiosos de las comunidades no judías de Palestina.” La Declaración dio un gran impulso a la inmigración de judíos a Palestina, y comenzaron los enfrentamientos entre ambos pueblos, porque nunca se dio contenido al “sin perjuicio”.
El Estado de Israel se creó en 1948 como Estado único, pese a la propuesta de la ONU de crear dos estados, con Jerusalén bajo control internacional.
La zona nunca fue un espacio estable y concreto, pues sus fronteras fluctuaron por guerras, conquistas, divisiones o acuerdos políticos. Entre los más recientes, la guerra árabe-israelí iniciada inmediatamente después de la declaración de independencia y la Guerra de los Seis Días de 1967.
La reivindicación “Palestina, desde el río (Jordán) al mar”, supondría negar la existencia del Estado de Israel. Pero es que un sector del sionismo religioso reivindicó la creación del Gran Israel, desde el río Éufrates hasta el Nilo, antiguos dominios del Rey David.
Abrahán, que llegó a la Tierra de Canaán en torno a 2.000 años a.C., es el profeta de judaísmo, islamismo y cristianismo y el Dios de estos, el de Abrahán. De su hijo Isaac, engendrado con su esposa Sara, desciende el pueblo de Israel -judíos y cristianos-; su hijo Ismael, engendrado con su esposa Agar, es aceptado por numerosos pueblos árabes como su antepasado.
Históricamente, Palestina es para ambos pueblos su tierra ancestral: ninguno podría invocar un mejor derecho que el otro.
Si judíos, cristianos y musulmanes convivieron durante siglos en numerosos territorios, sería deseable que sucediese lo mismo en su tierra común.
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