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Opinión | Buenos días y buena suerte

Profesor titular de Universidad

Muerte entre las flores

Hace unos veinte años, con aquel afán juguetón que te da la juventud tardía, titulé una de mis columnas de esta misma manera. Mi madre cultivaba en nuestro jardín crisantemos, para ganar un dinero en estas fechas. A mí no me parecían flores mortuorias, sino una fiesta de colores en medio de la negrura de noviembre. Cortadas y agavilladas, eran otra cosa, presentaban ya un cierto aspecto comercial, pero aún albergaban secretamente las primeras gotas del rocío de la mañana. Ahora sé que las flores luchan en vano contra la muerte y son una metáfora de todo lo efímero.

Noviembre es un mes oscuro y luctuoso, un mes extraño y esquivo. Los muertos que pueblan la tierra quizás desde el comienzo de los tiempos son conocidos como todos los santos, ‘all souls’, que dicen los anglos, pero yo creo que más santos somos los vivos, dónde va a parar, prisioneros de la certeza de lo fatal. La muerte siempre es una gran injusticia. “Ser, y no saber nada, y ser sin rumbo cierto, y el temor de haber sido y un futuro terror... Y el espanto seguro de estar mañana muerto, (…) y la tumba que aguarda con sus fúnebres ramos, y no saber adónde vamos, ¡ni de dónde venimos!” Ah, Rubén Darío, azul y ceremonioso. Dicen que tenía visiones de ultratumba.

Noviembre no está entre mis meses favoritos, con sus nubes oscuras deshilachándose en el horizonte, con toda esa noche que avanza a grandes trancos sobre la tarde, propiciada por el cambio horario. El acento mortuorio, que arranca desde el primer día, sólo puede superarse con los magostos y el vino nuevo, la verdadera comunión con la naturaleza. Así limpiamos el cuerpo y el alma, así aspiramos a no morir todavía. Pero acudimos a los camposantos: ahí están las filas interminables de los que visitan a sus muertos, la mayoría embozados en ropas cenicientas. En los informativos se hace una ronda por los grandes cementerios (hay visitas guiadas en algunos durante parte del año, los que tienen interés artístico o albergan muertos que fueron célebres de vivos). Pero el acercamiento de estos días pretende ser más íntimo y personal, silencioso también, aunque floten las palabras sobre las tumbas, en busca de un eco en otro lugar. Los cementerios rurales o marinos son otra cosa, especialmente en Galicia. Pienso en esos camposantos de lápidas escuetas, ahora renovados con nichos de nueva generación (el suelo siempre es un bien escaso, incluso para morirse), y los comparo con otros que he conocido, como el Père Lachaise en París, donde está Oscar Wilde, donde, sin embargo, el anonimato abunda, a pesar de los nombres.

Y cómo no compararlos con las fosas comunes de la ignominia, de la guerra y del odio, o con los ahogados en el vientre de los océanos, o con las sepulturas colectivas del hambre o de la destrucción. Los muertos que ya lo eran en vida, que se sabían muertos inminentes, como en los días del Holocausto, o como ahora en Gaza. En una ocasión, sería hace unos diez años, visité un enterramiento masivo en Skibbereen, al sur de Irlanda, en el cementerio de Abbeystrowry. Allí hay fosas colectivas en las que yacen miles de personas muertas por la gran Hambruna que se inició en 1845.

Pienso en ese gran contraste que existe entre los pequeños y delicados cementerios rurales, o asomados dulcemente al mar, las tumbas con nombre que estos días limpiamos y ornamos, donde conversamos con los fragmentos de la memoria, y los camposantos masivos, conocidos o no, los lechos mortuorios del océano, la muerte bajo la destrucción y la ignominia, las fosas comunales. Pero la muerte será siempre un asunto singular e intransferible.

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