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Opinión | Buenos días y buena suerte

Profesor titular de Universidad

Momento Gramsci

En este momento gramsciano en el que el pasado no termina de desaparecer y el futuro no acaba de llegar es posible que aparezcan los monstruos del presente. Lo decía Goya del sueño de la razón (quizás se refería a su adormecimiento, o tal vez a las pesadillas que produce el exceso de realidad), y lo recreó Buero Vallejo dramáticamente: pero, después de todo, los sueños son necesarios, y sin ellos la vida se quedaría en el barro de lo cotidiano. Hoy, los monstruos y las fantasmagorías toman un mundo que parecía dominado por la ciencia y por la razón. Algunos ven en esto una revuelta.

Denunciaba Goya la credulidad, la incompetencia de los poderosos, las supersticiones tan extendidas en un país como el nuestro. El cientifismo y el racionalismo iluminaron el siglo XVIII, el positivismo hizo lo propio tiempo después, y, por supuesto, junto al sueño del Romanticismo, brindó por el avance optimista en las ciencias, como la medicina. Ahora que Guillermo del Toro ha vuelto a filmar un Frankenstein, comprendemos la recurrencia del monstruo, pero como sueño de la razón y la ciencia: la joven Mary Shelley se inspiró en tratados de cirugía y en los experimentos de Galvani, que lograba mover los músculos de ranas muertas con impulsos eléctricos.

Deseamos comprender nuestro cuerpo, el hálito de la vida, queremos lograr la gran longevidad (como Putin y Xi, en aquella famosa conversación), o incluso la vida eterna: pero en este lado, a poder ser. En pleno siglo XXI Frankenstein está de moda. El Momento Gramsci nos anuncia que esta es la época de los monstruos, pero no sólo de los que traen nuevo autoritarismo, o nuevo fascismo, sino también de los que nos preparan el futuro. Acabo de ver un reportaje en el aparece un humanoide que, por 17.000 euros, hace tareas del hogar en alguna parte de los Estados Unidos. En pocos meses se venderá fuera. Elon Musk, que parece parte de ese momento difuso de la historia, este momento en el que se inaugura algo nuevo sin que aún nos desprendamos de la piel vieja, anuncia que los humanoides serán cirujanos: y ya hay grandes operaciones médicas realizadas por control remoto, en las que se asocian robots y humanos. ¿Saltaremos a un futuro sin pobreza, las máquinas nos devolverán el sueño del ocio permanente, o acabaremos sometidos por ellas? Seguramente se necesita una pregunta más compleja.

La extrañeza de este mundo en formidable combustión que nos ha tocado, donde al parecer está a punto de suceder un cambio trascendental (lo que contribuye al nacimiento de la monstruosidad, también a la manera de Mary Shelley) proviene de ese escenario en el que la inteligencia artificial y los avances médicos o la tecnología espacial suceden al mismo tiempo que genocidios y matanzas, éxodos y esclavismos mal disimulados, reciclado del acero que produce la ferralla de los conflictos y las hambrunas inmisericordes. ¿Cómo creer que este mundo, en el que persiste tanto horror, es el mejor que haya existido nunca, según afirman algunos?

La sociedad panóptica es vigilante y dominadora: reverdece el mito del Gran Hermano. La tiranía puede provenir ahora de la capacidad de conocer todo del otro, que es una forma de anticiparse a sus movimientos (a falta de un lector del pensamiento: el algoritmo se acerca mucho a eso). En el mundo panóptico (Foucault) todo se observa al detalle desde el poder, puede ser una forma de ejercer el miedo y la tiranía en aras, por ejemplo, de la seguridad, pero la hipercomunicación también permite que los pobres vean el mundo de los ricos y puedan conocer la injusticia y la existencia que les está vedada.

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