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11-S: lo que arde

    LAS consecuencias del 11-S fueron muchas, como decíamos ayer, y siguen siendo. Pero también hay un aporte de imágenes y símbolos, inevitables en siglo tan cinematográfico, y ahora, veinte años después, vemos en bucle esas imágenes, que ya vimos antes en bucle, incluso a los pocos minutos de que sucedieran. El efecto acumulativo es muy de nuestra época.

    Llama la atención que el poliperspectivismo, tan común hoy en el arte, no tenga tanto acomodo en la sociedad, y, a veces, incluso menos acomodo en la política. Uno comprende que es más fácil verlo todo de una manera más plana y previsible, igual que el lenguaje se ha hecho más simple y banal. El 11-S, igual que las imágenes que lo narran (algunas espeluznantes de verdad, sí, aunque hayan pasado veinte años), siempre estuvo necesitado de múltiples perspectivas, aunque fuera un acto atroz, y en cambio la respuesta fue la fue. Y el resultado, otra vez mirando desde el pasado hasta hoy, es el que es.

    Tanto los magníficos documentales de Gabilondo para Movistar, estrenados ayer, como, supongo, los espacios que prepara Televisión Española para hoy con motivo de esta fecha, necesitan abordar no sólo esa lectura de aquel pedazo de realidad filmada (que se coló en nuestra vida como una película, con formas de ficción), sino sobre todo cómo ha evolucionado el asunto desde entonces, y cómo evolucionará en el futuro. Todo lo que va del siglo XXI, que parece que empezó ayer, está impregnado de este líquido inflamable. Todo lo que arde, que no es poco, tiene que ver con ese fuego.

    Aquellas imágenes que conocemos de memoria ofrecen siempre un plus de espectacularidad y terror (‘guerra contra el terror’, algo más bien genérico, fue el concepto usado en Estados Unidos), como si esa llama no pudiera consumirse por mucho que aparezca en todas las pantallas, una y otra vez. Miramos esas imágenes, aunque las conocemos bien, porque aún cuesta creerlas. Esas imágenes, aunque nos pese, funcionan como símbolo de un siglo que nace violentamente o como el testamento de otro que no termina de morir matando, después de haber estado atravesado por la muerte.

    Como sucede en otros muchos asuntos cotidianos, se reacciona frente a lo inmediato y reciente, pero no se avanza en el pensamiento profundo. Es más: hay líderes políticos occidentales, digámoslo así, que abominan de la complejidad porque consideran que acaba siempre suavizando el panorama y también ralentizando la toma de decisiones. Claro: la simplicidad, o la simpleza, siempre es más rápida, pero a menudo es más injusta, y, sobre todo, mucho más proclive al fracaso.

    Veinte años después las imágenes no han perdido un ápice de esa fuerza descorazonadora, pero no parece que hayamos aprendido demasiado. Biden (que no es Trump ni lo va a ser) puede estar en lo cierto sobre el daño prolongado en el tiempo, sobre las guerras que no se pueden ganar. Pero, si esa es la lección, es decir, el fracaso repetido de intervenciones y ocupaciones diversas, ¿acaso las democracias creen que pueden encerrarse en su propia burbuja protectora? ¿Acaso creen que eso es posible, y, sobre todo, aceptable?

    No olvidemos que esas imágenes que ahora se repiten en todas las pantallas, y que ya tienen 20 años, cambiaron drásticamente nuestra percepción del mundo. No, no sólo nuestra percepción. Cambiaron el mundo. Las libertades han sufrido y siguen sufriendo en todas partes: las restricciones nos dañan a todos, empeoran nuestras democracias. Por no hablar de los países en conflicto. Urge reaprender y pensar. Lo que no conviene es repetirse.

    11 sep 2021 / 01:00
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