Abel Neves:
de animales, hombres
y tierras

Aunque de vez en cuando reaparece el mundo rural como escenario o tema relevante en la literatura narrativa (recuérdese, por ejemplo, Intemperie (2013), de Jesús Carrasco, llevada al cine posteriormente, o algunos inolvidables títulos de Cela o Delibes), lo cierto es que desde el siglo XIX es el escenario urbano, con mucho, el de más relevante presencia. El ruralismo tiene, incluso actualmente, algunos cultivadores en las letras lusas, en las que el gran Miguel Torga, con los trágicos y sombríos Contos da montanha (1941) y Novos contos da montanha (1944) afirmó su maestría en la cuentística “de la vida humana rural y animal”, como escriben A. Saraiva y O Lopes. En fin, la más reciente muestra de tal temática – vista con nostalgia – es la novela El espíritu de las vacas (Ed. De Conatus, 2022) que se presenta en limpia y ceñida traducción al español de María Alonso Seisdedos, y que en su publicación en 2018 ganaba para su autor, Abel Neves, el Premio Bento da Cruz.

Es por encima de todo esta novela una obra llena de encanto y ternura, de amor a la vida del ser humano, del mundo animal y de la tierra áspera y desnuda que los protege y cobija. Su andamiaje externo, narrativo, se sustenta en la serie de incidencias y anécdotas que sufre una modesta familia de clase media al perderse en su viaje por las estribaciones de una solitaria y amedrentadora sierra portuguesa, desencadenando así una conmoción que origina su búsqueda en una geografía que es exponente caracterizado de las tierras y aldeas vacías de las que tanto se habla hoy y tan poco se hace. El trasfondo del pensamiento ecológico es aquí solo eso, trasfondo, burlado por la desengañada experiencia de la residual gente de las aldeas, que resiste a las duras condiciones de vida que determinan el fenómeno migratorio a Brasil, en el caso portugués.

Pero el título es elocuente y las vacas, en especial la bonachona Matilde, son aquí personajes fundamentales, vinculadas a la vida, la naturaleza, la quietud y demás atributos humanizadores. Todo lo cual enfatiza el narrador que apela a su trágico destino y su servicio al ser humano, servicio que es más que elocuente en la anécdota del extravío de los turistas viajeros. Acierta el escritor en el trazado humano de los mismos, en particular del pomposo sabelotodo que es Ricardo el pater familias convertido en “el gran líder”, escarnecido finalmente con la ayuda reveladora de la tecnología comunicativa. Opuesto radicalmente es el iPastorix, un ser elemental que vive atado a la tierra y a su inseparable Matilde, solitario y de lacónica expresividad.

A la carga de emotividad – un lirismo primario y sentimental – se une la veta irónico crítica que se advierte en las conversaciones de bar referidas las subvenciones de la Comunidad Europea y a cambios como los de pastor por técnico de pastoreo o el de la flauta por el móvil. La trama, en fin, se articula en breves secuencias bien engarzadas, servidas en una prosa muy trabajada, dotada de ruralismos terminológicos, precisa y sobre todo muy contenida, lacónica en los diálogos y bien empastada con los personajes. Advertirá el lector que, sin embargo, a las dimensiones telúricas y zoológicas (a la materia y la vida) se unen una y otra vez reflexiones trascendentes sobre el destino, la muerte, el más allá, lo suprarreal, el sentido de la vida o la condición humana que el escritor plantea, pero no resuelve ni dogmatiza al respecto. Sorprende gratamente el perfilado de una prosa troceada, de sintaxis rota y a veces truncada y ritmo abrupto y verosímil sencillez verbal. Resultado: una novela de perceptible sencillez, elegíaca frente al pasado perdido y entrañablemente humana, en la que la carne y el espíritu, la vida y el tiempo, el hombre y la Naturaleza van juntos, mientras respiramos su inequívoca raíz portuguesa.