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Adriana y la alegría

    HAY algo hermoso en esa sonrisa y en esas lágrimas de Adriana Cerezo, aún pertrechada con los aparejos propios de su deporte, brillando en todas las pantallas. A pesar de esa sensación de vacío que, sin duda, se ha de sentir cuando pierdes una medalla de oro a falta de tres segundos. Como las centésimas de Mireia Belmonte, que la otra madrugada la apartaron de una medalla de bronce. Dependemos siempre de ese último instante. Pero, para llegar a él, el camino es largo.

    Ahora Adriana Cerezo es ya el icono de nuestros representantes olímpicos, con absoluta justicia. Necesitamos reconocernos en lo que consideramos verdadero, en la emoción sin filtros ni imposturas. Adriana representa los sueños que todos tuvimos, cada uno a nuestra manera, en aquellos días felices. Adriana representa el divino tesoro de la juventud, que inexorablemente se marchita. Pero que nunca dejarás de recordar.

    Ese rostro de Adriana, al que acudieron las lágrimas tras la derrota, y de inmediato la sonrisa, explica la esencia de la vida, aunque en ella surja con la hermosa naturalidad de sus pocos y maravillosos años. Explica que así viviremos, que vivir ha de ser un equilibrio entre la victoria y la derrota, porque de todo hay, y que vivir consciente de eso es el secreto de la felicidad.

    Mientras los Juegos Olímpicos, desangelados, avanzan en nuestras pantallas de la madrugada, buscamos en realidad la sorpresa de lo impredecible. Nos sigue atrayendo la épica del esfuerzo y la ruptura de la norma. Y también la victoria de los débiles, como en la vida misma. Pero que Estados Unidos pierda un partido de baloncesto no alcanza los titulares de la misma forma que una victoria de un atleta prácticamente desconocido.

    Los Juegos Olímpicos están poblados de historias personales, algunas de gran lucha y abnegación. Gente que ha triunfado a pesar de sus pocas posibilidades de tocar el éxito, a pesar de vivir en la periferia de todo, en la pobreza, incluso en la guerra. No soy de aquellos que ven la vida como una carrera en busca de la épica, y siempre he pensado que siempre es mejor educarse en el bienestar que en el sufrimiento, por mucho que se diga que nada enseña más que vivir en dificultades. Habría que preguntar a los que sufren por abrirse un hueco si no hubieran preferido que todo fuera de otra manera.

    Pero comprendo la pasión de la prensa por las buenas historias, por las victorias que llegan desde abajo, por los que vuelven a su pueblo, más incluso que a su país, como héroes domésticos. Los que aún reconocen en aquel cuerpo ahora musculado el niño o la niña que iba al colegio, que extendía las horas del día hasta el infinito, que nunca cejaba en su empeño. Hay algo emocionante en recordar lo que fuimos y cómo la vida, en su continuo oleaje, nos depositó un día, quizás, en el lado bueno de la playa.

    O tal vez no. Porque no se siempre se logra atrapar la corriente favorable. Aún así, está muy bien alegrarnos por los otros. Nadie dijo que la vida fuera justa: no lo es con muchísimas personas. Pero veo a Adriana, pasando de las lágrimas a la sonrisa, respondiendo con serenidad a los periodistas, mostrándonos esa gran belleza de los sueños y esa fuerza de la juventud (a la que no estamos ofreciendo un gran futuro), y no puedo menos que emocionarme, como si en ella estuviera contenida la posibilidad de ser felices, honestos y esforzados, en medio de esta tormenta de odios, miedos e incertidumbre. Como si ella hubiera traído una alegría inesperada a nuestras vidas.

    26 jul 2021 / 01:00
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