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Agua y libertad

    LOS REYES DEL MANDO

    LLEGÓ la nada normal normalidad y la mayoría de los periódicos (incluyendo este) se han inclinado por abrir en portada con una foto de piscinas. La piscina es el símbolo de la nueva liberación, pero claro, con sus limitaciones. El agua tiene mucho de libertad, y el agua azul, ese deje olímpico de las calles delineadas, los cuerpos aceitados de los nadadores, nos trae quizás el recuerdo de los mosaicos de delfines del palacio de Knossos. El sueño de los viejos delfines cretenses o minoicos se trasladó a todo el arte antiguo como un canto de felicidad, no siempre azul, como un estimulante ejemplo de elegancia y fervor por los reyes del agua. Hoy comprendo que el agua está en el origen de la alegría. Envueltos en el solsticio de verano, y con un San Juan a medio gas, las piscinas son el símbolo de cierta libertad.

    Los cuerpos del confinamiento se dirigen a la búsqueda de algunos territorios en los que liberarse de las graves apreturas de la pandemia. Las normas de la distancia imponen cierta severidad, muy explicable, pero incluso así merece la pena encontrar algún síntoma de lo que un día tuvimos sin pensar jamás en que podíamos perderlo. La llegada del verano ha llenado los informativos de miradas nostálgicas hacia las playas, con el personal esperando el bautismo del agua marina que todo lo cura. No hay peligro en el agua, nos dicen, la salinidad es maravillosa, pero, aunque este país tiene mucha costa, nadie sabe si habrá playa para tanta gente y para tanta separación entre ella. Entre los síntomas que nos alejan de la vida normal está ese parcelamiento playero que veo en los informativos. Si algo representa la libertad, piscinas aparte, eso es la playa. El lugar al que escaparse. El lugar en el que escrutar horizontes muy lejanos. El lugar en el que resistir, quizás hasta el anochecer.

    En pocos lugares retumba la vida como en una playa solitaria, pero ese será, tal vez, un lujo que no nos podamos permitir. La pandemia ha venido a agravarlo todo sin compasión, a destruir formas de vida, a machacar nuestra alegría. Muchas de las cosas que sucedían en la vida contemporánea ya nos anunciaban la progresiva pérdida de libertades. Nadie tiene dudas sobre estas pérdidas, pero el virus nos ha recordado la gran fragilidad de lo que considerábamos simplemente natural: bajar distraídamente hasta la playa.

    Se ha abierto la puerta de cierta libertad, las piscinas azules, en las que imaginamos el sueño clorhídrico de los delfines de Knossos: quieren mostrarnos que de alguna forma volvemos a ser felices. Las playas, aunque parceladas algunas de ellas, con su aforo restringido, siguen siendo el símbolo perfecto de la vida que anhelamos. La playa es el lugar de encuentro con la vida de este planeta, el encuentro con nuestro propio origen, con el comienzo de todo. No habrá mayor conquista en los tiempos futuros que recuperar ese territorio de libertad, que ahora muestra con sus geometrías y sus parcelas la imagen más elocuente de todo lo que nos ha sido arrebatado. Un día las cicatrices de la pandemia y las celdas que marcan la necesaria separación entre humanos desaparecerán, y entonces reconquistaremos la playa. Y plantaremos en ella la bandera, que es una sombrilla, como si hubiéramos vuelto a conquistar la luna.

    24 jun 2020 / 00:39
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