Ahora que nos gusta
el fútbol

HE mirado la Eurocopa y he pasado del desdén a su valoración. Fui un niño con gafas y veraneo en el monte, apenas jugaba al fútbol en la escuela. Luego corrí y nadé. El fútbol era opio del pueblo promovido por Franco.

Me parecía embarullado, ahora descubro un juego programado, previsible; con una intención precisa en cada jugada, y una teoría que ilumina cada acción. Inteligencia, no fuerza. Enfrentamiento ennoblecido por la deportividad: se gana la contienda sin humillar al adversario. Tiene leyes precisas, las de la FIFA, el poder legislativo, y alguien que las aplica, un árbitro, el poder ejecutivo o procesal a la vez, que delibera y juzga con sus ayudantes y el VOR.

Hay fuerza, encontronazos, no agresiones: si estas se producen, hay sanción. Exalta la deportividad: pierden mohínos con sinceridad, ganan sin humillar, los capitanes se saludan, el árbitro es el jefe de estado, a él el honor, cierta sumisión.

Es hermoso el trenzado de pases, regates: lo llamábamos driblar. Vista larga, ponderación y ejecución inmediata. Con mezcla de alegría, tensión, decepción, disgusto (...esas aficionadas que sollozan por el gol en contra...). Está tan reglamentado que es un ejemplo de triunfo del Derecho –y por tanto de la justicia– sobre la fuerza.

Menos tóxico discutir de fútbol que de política. Psicológicamente es más liberador. Antropológicamente desagua nuestra agresividad de bestias. Es mejor enfrentarse a Inglaterra atacando sobre la hierba que hacerlo con armas en el frente. Fue preferible perder ante Italia en un césped que en un campo de batalla. El fútbol trae paz a los pueblos. El juego exhibe un inocente patriotismo de kermese.

Y alimenta conversaciones de taberna, el compadreo. Filosofan y ejercitan la Retórica y la Dialéctica. Fútbol, caballerosidad. De los torneos medievales al estadio de Wembley.