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Amor infinito a su ciudad

    LA DESAPARICIÓN de un amigo cuando apenas unos días antes conversabas con él disfrutando de su afabilidad, su simpatía y sobre todo de su inmensa sabiduría, produce un dolor mucho mayor de lo puramente convencional.

    Con la muerte del bueno y generoso Pepe Carro se cierra el ciclo de una docencia que impartió durante decenas de años a varias generaciones de futuros facultativos, sí, muchos de esos que hoy nos atienden en sus clínicas. Pero su inmensa curiosidad intelectual le condujo a facetas bien diferentes. Una vez era la práctica arqueológica, en la que no se constreñía a meras formulaciones teóricas, su interés le llevaba a la actuación más material, contra el instrumental adecuado para abrir el surco. O bien se iba al estudio de la Historia, fuese la de España, la de Galicia o la de su no menos amado Portugal, con incidencia especial en el campo arquitectónico. Conocía la Catedral, nuestra Catedral, como la palma de su mano. No había detalle ignorado. Pero si quisiéramos hacer una graduación de sus preferencias intelectuales, el primer lugar lo ocupaba, sin duda, la Medicina, su pasión de toda su vida, a cuyo estudio consagró muchos años y en la que permanecía. En su fecunda producción literaria, en forma de muchas monografías y cientos de artículos periodísticos, la palma se la llevaban los temas médicos.

    Su otro amor era su ciudad, un amor infinito tantas veces acreditado y, también, hay que decirlo todo, tantas veces ignorado e injustamente vilipendiado.

    Quedan muchas cosas por decir en forma de un humilde epitafio dictado desde la amistad y sobre todo desde una pretensión de justo recordatorio, siquiera sea para que la incuria o la iniquidad no se extiendan en forma de manto ocultista. Ha desaparecido un buen hombre, un ser inteligente y honesto, un buen gallego que amaba con suma generosidad a su tierra. Y nada más obligado que recordarlo.

    Permítaseme una breve referencia personal. En los últimos tiempos se había establecido entre ambos una tácita convención. Me honraba con el envío de algunos de sus artículos y aceptaba, generosamente, mis humildes apostillas, en las que mi estribillo siempre era el mismo: su voluntarismo pedagógico, la del docto al que gustaba enseñar, la del minucioso en el detalle.

    Galicia debe un tributo de gratitud a Pepe Carro, ese que en vida le fue en más de una ocasión cicateramente negado, generalmente a favor de alteridades que nos resultaban tremendamente incomprensibles para sus amigos verdaderos. Es triste que sea esta circunstancia la que obligue a recordarlo, pero mantengo que no estoy sugiriendo más que la ejecución de un acto de estricta justicia.

    !Descansa en paz, querido Pepe! Amigos de verdad intentaremos que tu inmenso legado cultural no se pierda, sea en forma de producciones ya pasadas o de otras que, por desgracia y por efecto de la fatalidad, hayan podido quedar inconclusas.

    25 abr 2021 / 01:00
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