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Aquel gol

    AYER el gol de Iniesta en Sudáfrica se paseaba por todas las parrillas (se cumplían diez años), se mostraba una y otra vez desde todos los ángulos, pues para muchos es uno de esos escasos destellos de magia que se dan en la vida, un momento tan raro como el paso de un cometa. Comprendo la catarsis que puede provocar un evento de esta naturaleza, y más narrado con la modestia, por no decir timidez, de alguien como Andrés Iniesta. Siento debilidad por la gente que no tiene ninguna necesidad de atribuirse el protagonismo ni de recabar atención a todas horas, incluso mereciéndolo. Tal vez porque vivimos tiempos de peligrosos e inanes egocentrismos de todo pelaje (no sólo en política), visibles, como es natural, en una sociedad fuertemente mediática que apenas puede sacudirse el imperio de la imagen. El narcisismo que aflora en las redes, no pocas veces de manera hirsuta, o poco reflexiva, es sólo un síntoma más de ese triste afán personalista.

    Iniesta es de natural humilde y tranquilo, de tal forma que eso proyecta aún más su figura, y también proyecta aquel gol que ahora sube una y otra vez al marcador, como el gol seguramente más importante de nuestra historia futbolística. La Copa del Mundo también fue objeto de una especie de adoración pública en las últimas horas, explicable como icono del presente, como símbolo físico del poder y la gloria, al menos de la gloria de aquellos días. Todas las épocas tienen sus objetos fetiche, y en esta que vivimos los trofeos de fútbol son un buen ejemplo de ello. La nostalgia se abre camino con fuerza en tiempos posteriores al confinamiento, en los que a buen seguro necesitamos algo que anime al personal después de lo vivido y lo sufrido, y seguramente ante las espeluznantes perspectivas que se nos ofrecen. El recuerdo de aquel gol seguramente proporcione a muchos un motivo puntual para la sonrisa. Pero me temo que pronto necesitaremos nuevas alegrías.

    La necesidad de héroes y de momentos épicos siempre es consustancial a todas las sociedades, y en la contemporánea se tiene al fútbol como un gran proveedor de épicas, quizás por su impacto visual y por el reinado indiscutible en todas las pantallas. Nada que objetar, ya digo, aunque uno no es proclive a héroes ni a milagros, sino a encontrar grandezas en el esfuerzo cotidiano, incluso en aquel que no alcanza el brillo de las cámaras, y si pudiera ser incluyendo esos territorios, como la cultura y la ciencia, donde es tan difícil que alguien sea elevado a los altares de la heroicidad.

    Pero aquella generación de futbolistas se merece a buen seguro un reconocimiento, aunque sólo sea porque recogió los frutos de unos años de oro que este país tuvo en el deporte global, que proyectó una imagen optimista que ya quisiéramos proyectar ahora, pero está claro que vivimos tiempos de tribulación, de incertidumbre, de mucha confusión e inmadurez. Bienvenida sea la nostalgia de aquel triunfo que demostró que se podía ganar lo que siempre ganaban otros. Ojalá sirva como ejemplo para otros ámbitos. Ojalá nos recuerde la importancia del trabajo en equipo, de la humildad y la cooperación, del acuerdo y el consenso, y, sobre todo, la importancia de la alegría, siempre, frente al gesto hosco y prepotente, que todo lo envenena.

    12 jul 2020 / 00:08
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