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Batallas de
los dioses

    EMOCIONA la gente sencilla, que como mucho se madruga cervezas o se acerca al vecino, al que sólo veía en el tránsito de los balcones. Emociona el personal, salvo quizás algunas excepciones, resistiendo el vendaval agarrado al mástil, sobre los escasos troncos de la balsa convulsa. La gente, de nuevo, nada para llegar a la orilla, aunque sea metafóricamente. Siempre esperamos encontrar el alivio de la última playa.

    Emociona la gente sencilla que hace cola, silenciosamente, respetuosamente, entre las telas de la amargura, en los bancos de alimentos, en los lugares diocesanos, en las asociaciones vecinales. Gente que lleva por rezo la lista imposible de la compra. Gente que musita la letanía del arroz y los macarrones, para hacer al fin una comida. Esa liturgia de la pobreza sobrevenida, provocada por todo, porque todo, como el oleaje feroz en medio del océano, se alza injustamente contra la espalda de los desfavorecidos. Gente que hace cola en silencio, embozada por el miedo al contagio, pero también porque es mejor no decir nada, mantener ese silencio que permite no verbalizar más el dolor, no asustar en casa, no contar el miedo como es, como lo ves en medio de la noche: mantener ese silencio que es la dignidad.

    Pero el silencio se escucha, es un grito profundo. No hay demagogia cuando está en juego un plato de comida. Esto es occidente, el primer mundo, el pulcro lugar de la victoria. El éxito de los mercados, el rompeolas de los alegres triunfadores. Y aquí, en este escenario, de pronto las pantallas dejan ver, aunque tal vez no mucho, a la gente anónima que nunca creyó que aparecería en los informativos para mostrar la desesperación del siglo XXI.

    No hay broma en el contagio de la tristeza. Este país es su gente, así debe ser en todas partes. Hay mucha dignidad rota, mucho naufragio en marcha, mucha tormenta amasándose en el horizonte. Los ciudadanos lo soportan todo, como siempre. Nada cambia, porque, al final, a pesar de todas las voces que nos estremecen, a pesar de este presente erizado de sentencias, acusaciones, dogmas, grandes verdades que hemos de aceptar, esa fría globalidad de las estadísticas, ese lenguaje enfurecido de la perpetua batalla, a pesar de todo este ruido que nos despierta cada día, la verdad está en las colas del silencio y en el miedo que ronda la hora de la cena.

    No es cierto que la política refleje la tensión de las calles, como tanto se dice. La política refleja sobre todo la tensión de la propia política. Hay un silencio ejemplar entre la gente, la dignidad de arrastrar la incertidumbre por las calles, el temor ante lo que no se puede controlar, el miedo a la muerte, el horror infinito de vivir la vida, tan dolorosamente breve, en lucha a brazo partido con tantos enemigos.

    Alguien dijo el otro día que tendríamos que reiniciarnos. Pero un ser humano es él y su memoria. Un ser humano no es un robot que empieza la jornada sin el dolor antiguo, que se desconecta con placidez mecánica al acabar el día. La gente resiste lo indecible, sin saber cómo será el mañana. Hay una gran dignidad en este silencio, en la amargura embozada: este es el crudo paisaje después de la batalla. Mientras en la pantalla se alza el gran ruido, el entrechocar de los egos, las largas y absurdas batallas de los dioses.

    No es cierto que la política refleje la tensión de las calles, como tanto se dice. La política refleja sobre todo la tensión de la propia política
    29 may 2020 / 00:33
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