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Callejeros, el arte de lo efímero

    EN la degradación que la zona histórica compostelana sufre como consecuencia de las erradas políticas turísticas de las últimas décadas, hay general coincidencia en que la mayor perversión ha sido la pérdida de identidad de la joya de la corona capitalina, su casco histórico. El fomento del monocultivo turístico ha propiciado un escenario de cartón piedra, de meras fachadas –vacías puertas adentro–, como fantasmagórico escenario de unas plazas cada vez más hurtadas al disfrute ciudadano para servir de particular y crematística platea a los particulares intereses de una hostelería cada vez más mimetizada con lo foráneo.

    Por eso Compostela está más necesitada de muestras artesanas que de terrazas en sus plazas, de más mercados culturales que de sillas impidiendo el deambular de sus ciudadanos, de más artistas callejeros que de tenderetes de todo a cien vendiendo recuerdos de dudoso valor añadido y más nefasta estética, de más colmados que casas de cambio, de más Cepedas que degustaciones callejeras, de más castañeras que locutorios, de más deambular que transitar. Una Compostela donde nunca desentonaron, pese a sus más o menos cualidades artísticas, ni el matrimonio de ancianos con el acordeón, ni el desafinado gaitero asturiano ni, mucho menos, el siempre imprevisible hombre-orquesta Jonh Balan.

    En esa tan urgente como abandonada política convivencial, de encuentro, de parsimonioso dialogo, no lo tienen fácil los artistas callejeros a quienes desde la municipalidad se pretende postergar a lugares de menor tránsito urbano y con restricciones de calado económico que nos sitúan en los dos más nefastos modos de entender el servicio público: prohíbe o reglamenta que algo queda y cobra hasta por respirar.

    No es ni específico de Compostela ni nuevo ese desencuentro entre municipalidad y artistas callejeros. Con la diferencia de que algunas ciudades en el mundo, caso de Melbourne, Sídney, Glasgow, Dublín, Praga, Liverpool, Berlín, Heidelberg, Roma o Nueva Orleans –donde el propio alcalde rogó el retorno de los artistas tras el paso del Katrina– hace tiempo que saben distinguir entre mendicidad y cultura y ubican la gestión de esta figura de sus artistas de calle desde los más lógicos departamentos de cultura antes que de los disciplinarios de orden público.

    Desde la personal vivencia de cualquier ciudadano del mundo resulta de relevante enriquecimiento cultural y social ese arte de lo efímero que se percibe en la espontánea improvisación de un Borja Catanesi –el guitarrista valenciano elegido en 2018 el mejor músico callejero del mundo–, en la facilidad con que artistas universales dibujan la silueta del coliseo romano al pie del histórico monumento, o de como en franca y afortunada mímesis, las más famosas agrupaciones artísticas del mundo regalaron para los ocasionales y afortunados visitantes de una plaza o unos grandes almacenes, la performance de su sorpresiva actuación, inesperada desde su porte de traje de calle (Nuremberg, Porto, Namur, Minneapolis o Praga son experiencias únicas que pueden verse en YouTube).

    A Ernesto Matarozzo, un músico callejero, viudo y padre de tres hijos a los que saca adelante, la policía quiso apartarlo de su diario quehacer en una ciudad argentina. Pero la fuerza de sus vecinos desde las redes pudo más y el “Johm Lennon del túnel”, sigue después de 20 años sembrando, como dice, “mi cuota de amistad musical para que esto florezca.”. ¿Por qué no idéntica sembradura, de éste y tantos otros, también en Compostela?

    29 mar 2021 / 01:00
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