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Caminos de peregrino, caminos entre el cielo y la tierra

Por Francisco José Prieto, Obispo Auxiliar de Santiago de Compostela

Con un complejo simbolismo, las catedrales se levantan como espacio de encuentro entre Dios y los hombres, donde el cielo se abre a la tierra y la tierra se alza atrevida hasta casi tocar el cielo. Con la fuerza y la sencillez del románico, la esbeltez y el esplendor del gótico o la majestuosidad del Renacimiento, al recorrer las ciudades de Europa descubrimos que todas tienen una catedral y que todas las catedrales están en las ciudades. Todos conocemos aquel dicho, bien real por cierto, de que todos los caminos conducen a Roma; también, con no menos razón, se puede decir que todos los caminos de Europa conducen desde hace siglos a Santiago, a su Catedral, a la Puerta Santa, a la tumba de Santiago el Zebedeo, tal como evocó san Juan Pablo II en su vibrante discurso en el mismo marco de la Catedral compostelana, cuando finalizaba su primer viaje apostólico a España en 1982: “Mi mirada se extiende en estos instantes sobre el continente europeo, sobre la inmensa red de vías de comunicación que unen entre sí a las ciudades y naciones que lo componen, y vuelvo a ver aquellos caminos que, ya desde la Edad Media, han conducido y conducen a Santiago de Compostela innumerables masas de peregrinos, atraídas por la devoción al Apóstol”.

Al contemplar la Catedral de Santiago de Compostela, “escuchemos ante todo la voz arcana de las cosas mudas, elocuente expresión de su significado espiritual; escuchemos lo que dice este lugar famoso y siempre misterioso: es el trofeo de un sepulcro”. Estas palabras de san Pablo VI, referidas a la basílica de san Pedro en Roma (Homilía ordenación episcopal en la Basílica de San Pedro 13 febrero 1972), se pueden aplicar sin exceso retórico al templo que hoy admiramos, desde que en 1075 se pone su primera piedra para albergar la tumba de Santiago el Mayor y acoger a los peregrinos, tras la destrucción de la primitiva basílica por Almanzor en el 987.

Al “escuchar” la grandiosidad que fue creciendo con el paso de los siglos y el empeño de la fe, no llegan ecos de un pasado, sino voces que hacen vivos los muros y los arcos. Voces que acogen la plegaria agradecida del peregrino feliz en sus pies gastados, voces del canto que se eleva en súplica confiada, voces que celebran al Cristo Crucificado-Resucitado, voces que murmuran admiración por la belleza descubierta, voces que rumorean preocupaciones e inquietudes ante la tumba del Zebedeo, voces de los artesanos que cincelaron y pulieron un inmenso vocabulario pétreo de fe. Es un libro abierto y vivo, un vasto capítulo trascendente y humano al mismo tiempo, entretejido por la genialidad que el Artista divino imprime en la creatividad del artista.

Este encuentro entre Dios y el hombre, a través de la grandiosa belleza de la Catedral compostelana, tiene el peligro de convertirse en una expresión hueca cuando la ausencia de Dios o la indiferencia de la fe guían al visitante. Son duros y dolorosos los dramas que asolan a nuestra sociedad en estos tiempos de pandemia, pero la ruptura entre Evangelio y cultura es un drama no menor (cf. San Pablo VI, Evangelii nuntiandi 20). Las conocidas palabras de Dostoievski en su novela Los demonios, que Benedicto XVI citaba en su encuentro con los artistas (Capilla Sixtina, 21 de noviembre de 2009), son una invitación a una reflexión que no podemos desdeñar: “La humanidad puede vivir sin la ciencia, puede vivir sin pan, pero nunca podría vivir sin la belleza, porque ya no habría motivo para estar en el mundo. Todo el secreto está aquí, toda la historia está aquí”. Por eso, añade el papa Benedicto XVI: “La belleza impresiona, pero precisamente así recuerda al hombre su destino último, lo pone de nuevo en marcha, lo llena de nueva esperanza, le da la valentía para vivir a fondo el don único de la existencia”. Cuando el cansancio parece agostar las esperanzas tras un año de dura lucha contra el COVID-19, contemplar la belleza que asoma en la restaurada Catedral de Santiago puede tocar el corazón de quien la contempla, puede abrir la sensibilidad individual y colectiva al admirar una obra que habla de muchos y no de uno solo, puede suscitar sueños y esperanzas, puede ensanchar el compromiso humano, pues sólo una verdadera fraternidad pone en pie una templo de esta envergadura.

A finales de febrero, con motivo de la preparación de mi ordenación episcopal como Obispo Auxiliar de la Iglesia compostelana, tuve la oportunidad de visitar la recién restaurada Catedral de Santiago y contemplar cómo, tras las obras realizadas, asomaba el esplendor que el paso del tiempo fue ocultando. Apenas había gente visitando el templo y creo recordar que no vi un solo peregrino cruzando la Puerta Santa. Son las consecuencias, ya mencionadas, que provoca la dolorosa pandemia que padecemos desde hace más de un año. En el silencio que recorría las naves de la Catedral se aventuraba la espera de aquellos que, tras recorrer los caminos que conducen a la tumba apostólica, podrán contemplar una desvelada belleza que pide ser descubierta con la mirada atenta que se deja sorprender. Durante esta breve visita pude recibir esa intensa impresión que provoca una realidad viva, y ahora revitalizada, porque no son muros, columnas, naves, retablos mudos los que nos contemplan, sino lenguajes que esperan ser pronunciados y evocaciones que piden ser vivenciadas en los espíritus que no se esclavizan en la servidumbre del prejuicio, sino que abren la mirada para otear un horizonte hacia el que van los que peregrinan en la historia y en la vida: la Belleza infinita.

En la novela El idiota que, según Romano Guardini, representa la cristología de Dostoievski, el protagonista es el Príncipe Myskin, el inocente que sufre el infinito dolor del mundo y a todos cree y disculpa; soporta todo, quiere a todos. Un día Myskin está sentado junto al lecho donde un joven, Hyppolit, ateo y nihilista, como se decía en la Rusia de entonces, está muriendo, consumido por la tisis. El joven se dirige a Myskin: “Príncipe, usted dijo una vez que la belleza salvará al mundo. ¿Qué belleza lo salvará?”. Y Myskin contesta con su silencio, con la silenciosa presencia de su compasión. La belleza que salva es el amor que comparte el dolor y que no necesita palabra, es la verdad que se expresa en la presencia que acompaña. ¿Podría ser ésta una fecundidad que brotase al contemplar la belleza secular y viva de la Catedral de Compostelana?

17 abr 2021 / 01:00
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