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China ante el mundo

    JOE Biden en poco o en nada se diferencia de Donald Trump en lo que a la animadversión de la Administración estadounidense hacia China se refiere. El propio Javier Solana, ex secretario general de la OTAN, nos recordaba hace unos días que eran tres las cuestiones que unían hoy día a un pueblo tan diverso y complejo como el que habita Estados Unidos: el cementerio nacional de Arlington, la bandera del país y la antipatía hacia China. Nos lo decía en el transcurso de la jornada Santiago: fin de un Camino resistente a la pandemia, organizada por la Asociación de Periodistas de Galicia (APG). Lo cierto es que han sido muchos los motivos de disensión entre ambas potencias.

    Atrás quedan las guerras de Corea o Vietnam. Hoy cobran vigencia las relaciones diplomáticas con Taiwán y Hong Kong, la venta de material armamentístico, la disputa territorial en el Mar del Sur de China, las sospechas de injerencias políticas en comicios electorales y decisiones relativas a intervenciones militares, las denuncias de espionaje científico e industrial, la pugna por el dominio de la tecnología 5G, y, sobre todo, la guerra comercial y arancelaria.

    Y es que hemos de reconocer que no existe nada de valor que se pueda producir o fabricar hoy en el mundo que no se haga mejor, más rápido y más barato en China. Sus universidades despuntan y miran de tú a tú a las más prestigiosas del orbe; y ciudades como Shenzhen constituyen para cuantos hemos tenido la posibilidad de visitarlas el epítome del desarrollo económico y la vanguardia tecnológica; un verdadero Silicon Valley asiático que ambicionan las empresas y los laboratorios más punteros del mundo.

    El gigante oriental lo tiene claro. Anhela la nueva dimensión de las relaciones internacionales, es decir, la hegemonía económica y comercial; y no repara en gastos ni en esfuerzos a la hora de favorecer la expansión de sus tentáculos empresariales a lo largo del globo, incluida América Latina y, por supuesto, África. El propio Barack Obama advirtió durante su mandato que la diplomacia estadounidense debía ser antes que cualquier otra cosa, económica.

    Y es ahí donde el tradicional sistema socialista chino heredero de Mao Zedong y Deng Xiaoping encuentra su más sonoro eco en un Xi Jinping deseoso de tomar el testigo de los anteriores timoneles hasta convertirse en símbolo de una China del siglo XXI caracterizada por el orden social, la unidad nacional, la eficiencia económica, y el expansionismo económico y comercial.

    Quizá por ello presenciamos la apasionante batalla por la influencia global entre una democracia consolidada y pretendidamente hegemónica, la estadounidense; y un régimen férreo y sólo aparentemente aperturista como es el chino. Todo sea por lograr la deseada y provechosa preeminencia mundial.

    12 jul 2021 / 01:00
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