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¿Compostela, ciudad inteligente?

    JOSÉ Antonio Marina, el filósofo y pensador –rara avis en estos tiempos de desprecio por cuanto suponga un mínimo esfuerzo intelectual–, anunciaba en un dominical de La Vanguardia de diciembre de 2007 su propuesta de crear un test de inteligencia para ciudades, de modo que pudiera confeccionarse una lista de las más inteligentes “y, por supuesto, de las más estúpidas”.

    En ese propósito de “estudiar la inteligencia comunitaria, la que surge de la convivencia, de la interacción” lleva empeñado desde entonces, tratando de medir su prevalencia en la medida en la que cada urbe da respuesta a las tres grandes aspiraciones del ser humano: el bienestar, el aumento de posibilidades vitales y la comunicación amable con los demás. Por resumirlo, aquella ciudad en la que sus convecinos viven en plenitud de vida y felicidad.

    Andando el tiempo se percató el filósofo toledano de que el término “ciudades inteligentes” había derivado en el reduccionista uso de limitarse a las facilidades que para regular movilidad, sostenibilidad energética, infraestructuras y otras exigencias urbanas ofrecen las nuevas tecnologías, pero que no abarcan la amplitud de los problemas que una ciudad debe resolver, por lo que optó por la denominación de “ciudades con talento”, expresión que no pretende sino designar la “inteligencia triunfante”, la que elige bien las metas y moviliza la información necesaria, las emociones y la toma de decisiones oportunas para alcanzarlas.

    Como ya se ha significado desde estas mismas líneas, Compostela lleva tiempo haciendo expresión pública –y las páginas de este diario son testigo privilegiado de esa creciente inquietud– de una serie de desajustes entre la ciudad deseada y la ciudad real, entre la que debiera cumplir las exigencias mínimas que le demanda el pensador para ser talentosa y aquella más prosaica verdad de crisis comercial, pérdida de población, encarecimiento de la vivienda a la par que desertización de la zona histórica, graves problemas de estacionamiento en las inmediaciones de las infraestructuras sanitarias, tercerización de polígonos nacidos con vocación industrial en obscena competencia con el comercio de proximidad, pérdida de relieve internacional y adocenamiento social en la creciente pérdida de relevancia municipal bajo la asfixia de un Gobierno autonómico empeñado en imponerle una errada concepción turística y domeñar su histórica relevancia cultural.

    A muy pocos de los agentes sociales y ciudadanos escapa este decadente estado de cosas que lleva camino de conducirnos a la más temible de las melancolías, la que acepta como natural e irreversible la situación y frente a la que la acción de los poderes públicos se muestra indolente. Todo lo más, actuaciones concretas cual urgentes apagafuegos, como la propuesta del BNG al Parlamento gallego sobre el Consorcio, pero ayunas de un diagnóstico global, consensuado con la vecindad y dispuesto a devolver a la ciudad su perdida relevancia.

    Advierte, en fin, el admirado profesor que “las sociedades suelen encallarse cuando se encierran en un hedonismo complaciente”. Y hay la generalizada sensación de que Compostela lleva demasiado tiempo tan satisfecha de sí misma como incapaz se muestra de aproximarse a la “ciudad con talento” que ansía todo ciudadano.

    17 ene 2022 / 01:00
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