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Con Máximo Huerta

    HABLO telefónicamente con Máximo Huerta (antes Màxim) sobre su nueva novela, ‘Adiós, pequeño’, publicada por Planeta. La novela ganó el premio Fernando Lara. En los últimos años tuve ocasión de entrevistar a Huerta varias veces, como tantos compañeros del gremio, incluyendo aquellos días de 2018 en los que fue nombrado ministro, justo durante una visita suya a Compostela. Aquellos días extraños forman parte de un pasado efímero.

    Su nueva novela representa un cierto cambio en su narrativa, aunque no en su estilo. Huerta sigue navegando entre emociones, entre frases cuidadas como esas flores rojas de la ventana, pero ahora lo hace de una manera, si cabe, más personal. ‘Adiós, pequeño’ es una reconstrucción de la infancia, con una mirada, al tiempo, a lo contemporáneo. Podría decirse que esta novela es un ‘bildungsroman’, una novela de formación y aprendizaje. Por supuesto que el ‘yo’ de Máximo aparece en un muchas de sus narraciones, pero aquí, me dice, se desnuda y se sincera. “Aunque la memoria es muy novelera”, apunta de inmediato. Quizás nunca debemos creerla del todo.

    Pero hay sinceridad, sin duda, y se despliega ante nosotros, con el detalle propio del que conoce el suelo que pisa, un escenario real: Utiel, su lugar de nacimiento en Valencia, y, sobre todo, Buñol. Le digo que su tradicional cosmopolitismo, ese amor por París, se ve aquí sustituido por la nada fácil vida cotidiana de los años 70, por cierto candor, por el paisaje del mundo rural. La realidad se cuela sin afeites. Los afectos luchan contra la realidad. Para Máximo Huerta, esta es una novela que supone un regreso, postergado, quizás, puede que innecesario: “volver no es fácil. Sin embargo, a veces, hay que hacerlo”, escribe.

    Los que somos de alguna generación cercana, encontramos un territorio común, reconocemos el terreno, aunque hayamos nacido a muchos kilómetros. Huerta nos presenta el regreso a la casa familiar, y la casa se convierte rápidamente en el gran personaje. “Las casas tienen memoria”, dice. “Esta casa no ha salido de mí”, dice también. Y aunque los recuerdos suelen estar maquillados por el cerebro, aunque quizás todo lo que recordamos es mentira, aquí asistimos al relato de aquellos días. Es el viaje al interior de una familia. El oleaje en el interior de una familia.

    “No hay período más largo de la vida que la infancia”, explica Huerta. Es cierto: los veranos eternos. El tiempo que nunca acababa. Hay un Huerta admirador de Ana María Matute, pero también de Delibes (“lo acabo de releer entero”) en todas estas páginas. “Pero este libro es, en realidad, mi homenaje a ‘Platero y yo’, a Juan Ramón”, me dice. Aquí la mascota es Doña Leo, su perra: “tiene Leo las orejitas suaves y la panza rosa como los chicles, los pies anaranjados como el final de las montañas a esa hora de la tarde”, escribe.

    Máximo Huerta es aún un hombre joven. Pero encuentro en esta novela frases como estas: “Esto va de ir apagando luces, de acostumbrarse a perder. (...) Envejecer es sólo para valientes. (...) Nadie se recupera nunca de sus calvarios. (...) Lo no dicho es, en ocasiones, más importante. (...) El tiempo no deja de ensuciar el agua...”

    La novela está atravesada por la persistencia del frío. Aquel frío de la infancia: “¿Te acuerdas de aquel frío en el que estrenábamos los abrigos?”.

    Y finalmente, Máximo Huerta ofrece el resumen de todo aquello: “la vida era comer, crecer y salvarse de los peligros”. Y eso nos ha traído hasta aquí.

    04 jul 2022 / 01:00
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