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Con ocasión de la restauración de la Sami Catedral de Santiago de Compostela

Por Alfonso Carrasco Rouco, Obispo de Lugo

Con mucho gusto respondo a la invitación de EL CORREO GALLEGO para celebrar la magna restauración de la Catedral compostelana, por ser obispo de una diócesis hermana, por sentirla como casa propia en cuanto fiel cristiano y gallego, y por ser expresión singular del significado de la cultura en la vida de la fe.

Quisiera, ante todo, expresar mi alegría por su magnífica restauración, por que esté de nuevo abierta a todos y vuelva a hablar elocuentemente, según todas las reglas del arte, a quien se acerca a ella a rezar con fe, a encomendarse a la intercesión del Apóstol, o a encontrarse de alguna manera con el Dios buscado y quizá desconocido, allí testimoniado como Padre de nuestro Señor Jesucristo y Padre nuestro. Queda la nostalgia, si se permite decirlo, de poder entrar humildemente, como fiel o peregrino, por el Pórtico de la Gloria en la que ya habita Santiago y que es nuestro destino verdadero, la meta de nuestro caminar en la vida, siempre más allá.

La Catedral resplandece ahora como casa del Apóstol Santiago y, por tanto, de toda la Iglesia del Señor, nacida por los caminos de Israel para enraizarse luego en nuestra tierra también como camino, abierto a la verdad y la vida, hecho en buena compañía.

La memoria del Apóstol nace de la amistad y la genera: él es amigo del Señor, que no nos llama ya siervos; e hizo surgir esa unidad profunda en nuestra tierra, amigos que lo acompañaron a Jerusalén y no lo dejaron ni en la muerte. Su memoria sigue hablándonos de amistad generada por el Señor Jesús, expansiva, fiel, que llega hasta el final, de la tierra y de la vida; y, creemos, hasta el final de los tiempos, según la promesa evangélica que vemos atestiguada en esta Catedral también.

La fe de nuestros antepasados, de nuestro pueblo gallego, tiene el rostro nacido de la predicación de Santiago y el corazón de quien ha conocido y creído en el amor del Señor Jesús, y se ha fiado de su presencia perenne, en el centro del altar, del alma y hasta de la bandera del propio pueblo.

Fe y cultura, fe y belleza, y Pueblo vivo en camino, han encontrado aquí plasmación en la piedra y la madera, la luz y los dorados, la sobriedad de los espacios y su vuelo hacia lo alto, el movimiento y la audacia alegre de las torres. El arte que hoy brilla espléndido no ha perdido nunca su razón de ser, sigue hablando, pero no de sí mismo; sigue siendo la domus sancti Iacobi, donde puede resonar la voz del corazón contrito y la alegría, la súplica y la acción de gracias, donde celebramos y vivimos la Eucaristía.

Germinó desde el sepulcro del Apóstol, evangélico grano de trigo, en el humilde templo de principios del siglo IX; y floreció acompañando la fe de nuestro pueblo y la de Europa misma en la basílica de Alfonso III, hasta llegar a la catedral románica, con figuras como el obispo Diego Peláez y el Maestro Esteban, seguidos por Diego Gelmírez y el Maestro Mateo. El desaparecido Claustro gótico dará paso a otro “moderno”, renacentista, de la mano de Juan de Álava y Rodrigo Gil de Hontañon. El Coro renacentista –hoy felizmente instalado en S. Martin Pinario– o los Púlpitos de Celma, nos introducen luego en el esplendor barroco: el escenario de la Capilla Mayor, las obras de Peña de Toro (Torre de las Campanas, Pórtico Real y Cimborrio), Domingo de Andrade (Torre del Reloj, Capilla del Pilar), Fernando de Casas (Fachada del Obradoiro) y Lucas Ferro Caaveiro. El triunfo del academicismo, de la mano de Ventura Rodriguez y Domingo Lois de Monteagudo, interrumpe estos áureos tiempos del Barroco. Algunos de estos nombres, que han contribuido a expresar con tanta belleza el Misterio, trabajan en nuestra catedral lucense, como expresión de la comunión, la cercanía y los lazos que unen a nuestras seos gallegas.

Todo el gran patrimonio material e inmaterial que late en la Basílica compostelana surgió de la fe y a ella sigue estando destinado. La reciente restauración ha vuelto a ponerlo ante nuestros ojos y los del mundo. El año santo lo proclama, y su prolongación es como una invitación a que esta llamada a la fe resuene especialmente en estos momentos.

Lo más vivo de la Catedral, su interioridad y su alma, aquello de lo que todo habla en ella, aquello a lo que sirvió el Apóstol, por lo que vino, por lo que murió y por lo que se quedó en nuestra tierra, es accesible a todo el que se acerca sencillamente: el Señor Jesús nos ha abierto las puertas de la gloria, ha dado sentido para siempre a nuestro camino y ha hecho posibles todos nuestros pasos, nos sostiene como compañero fiel, guía y maestro.

La tierra, que tenía un final, se abre al cielo, a la gloria. No se pierden ya los nombres que pueblan nuestra historia, no se desvanecen sus rostros, como nos anunció y nos muestra cada día aquí, en su casa, Santiago, el hijo del Zebedeo.

Así, la Catedral es imagen de la fe de nuestro pueblo, de Galicia y de muchos pueblos; dedica toda su belleza a hablarnos y convencernos de otra más espléndida aún; nos ofrece el abrazo en que encontrar reconciliación, acogida, compañía verdadera que haga posible el descanso prometido en plenitud.

Quiera Dios que, aún en la fragmentariedad propia de toda obra humana, la luz de esa plenitud resplandezca algo más para todos nosotros al llegar y al entrar en esta restaurada Catedral de Santiago de Compostela, al rezar humildemente ante el memorial del Apóstol y abrazarlo de corazón.

Así nos ayude el Señor Jesús, y Santiago.

17 abr 2021 / 01:00
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