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Crímenes políticos

    MAGNICIDIOS, guerras civiles, golpes de Estado tienen tradición en la convulsa España contemporánea. Sólo durante la Restauración fueron asesinados Cánovas (1897), Canalejas (1912) o Dato (1921), cuyo coche sigue acribillado en el museo del Ejército. Prim lo había sido antes (1870) cuando en Madrid se cantaba: “En la calle del Turco / ya mataron a Prim / quién sería el villano / quién sería el traidor / quién sería el villano / que a mi padre mató.”

    Aún recuerdo la música porque alguna vez se la escuché a mi padre que la habrá escuchado al suyo. Luego serían asesinados Calvo Sotelo, Primo de Ribera y un largo etcétera en la guerra, pues el asesinato político abundó en ambas Españas: Melquiades Álvarez –del partido de Azaña– en el propio bando republicano, donde en 1937 se preguntaban “¿dónde está Andréu Nin?” tras la desaparición del dirigente trotskista catalán, y les contestaban los comunistas (que le habían asesinado): “en Burgos o en Berlín”.

    Sólo entre los diputados fueron asesinados ciento treinta de los dos bandos. En la posguerra, el monopolio del crimen político pasó a manos de los vencedores quienes lo ejercieron con largueza. Hasta el asesinato de Carrero Blanco. Desde entonces, hubo unos mil asesinatos políticos por parte de izquierdistas y ETA, por muchos menos del franquismo hasta 1975.

    Aunque las armas ya no circulan tanto y el asesinato por ideas está peor visto, en estos tiempos aún te pueden matar por llevar unos tirantes con bandera española o ser homosexual (a Lorca lo torturaron más por tal que por rojo), y uno de los aspectos que mejor refleja la tendencia histórica española al linchamiento político por otros medios es que cualquier evocación pública a la barbarie en la historia reciente suele retrotraerse casi un siglo en vez de constituirse como el continuo que es, pues se producían asesinatos políticos todavía hace diez años cuyos autores pueden ser celebrados en la calle.

    Ello se debe a que no es un principio moral liberal el que sirve de nexo a la valoración de los crímenes franquistas y de ETA –aún en el relato oficial– sino un principio antiliberal de oportunismo doctrinario. Es como lo que dije (perdonen por citarme) de lo que se escribía del atentado a Charlie Hebdó: “Los tradicionalistas suelen criticar la blasfemia y no siempre el crimen, los liberales suelen criticar el crimen y no siempre la blasfemia”.

    21 sep 2021 / 01:00
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