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Crónica de una pandemia anunciada

    EL pasado 14 de marzo comparecía un presidente del Gobierno confuso y alarmado para comunicar al país esa decisión extraordinaria que está cambiando nuestras vidas. Pedro Sánchez frente al pelotón de fusilamiento mediático había de recordar aquel día que tomó la decisión de su vida.

    Cuando la pandemia del coronavirus era ya un fantasma que recorría toda Europa, las ciudadanas españolas salían por cientos de miles a las calles para conmemora, con buena fe, el día internacional de la mujer; un irresponsable padre acudía con su hijo menor al estadio Metropolitano para presenciar con 50.000 personas más el encuentro de fútbol de aquella misma jornada; y un partido político de cuyo nombre no quiero acordarme celebraba una multitudinaria asamblea en un recinto cerrado de Madrid.

    Como advirtiera Donoso Cortés, “el legislador que en tiempos de trastornos aspira a gobernar con las leyes comunes es imbécil, el que aún en tiempos de trastornos aspira a gobernar sin ley, es temerario”. Pedro Sánchez no quiso ser imbécil ni temerario y, ante las circunstancias excepcionales que provocaba la covid- 19 acudió, con todo su Gobierno, al derecho de excepción previsto en la Constitución para declarar así el estado de alarma en todo el país. Una llamada a la aplicación de la normativa de excepcionalidad que, naturalmente, había que hacerla cumpliendo con la ley.

    Y, no se cumplió la ley. Porque después de transcurridos los 15 días que constitucionalmente puede durar una declaración de estado de alarma, Pedro Sánchez pidió sucesivas prórrogas para continuar en la anormalidad en que sumía a la nación, sin cumplir lo ordenado legalmente en el sentido de tener que explicitar el alcance y las condiciones con las que el Congreso podía otorgar la autorización para continuar en esta anormalidad constitucional.

    Los derechos fundamentales y las libertades públicas quedaron hibernados, y los ciudadanos encerrados en sus casas sin tan siquiera poder disponer de un mínimo resquicio a la protesta. Algunos lo intentaron en fecha tan señalada del 1 de mayo, y se toparon en el Tribunal Constitucional con una mayoría servil que inadmitió la posibilidad de ejercer su libertad de manifestación en aras a la prevalencia de la salud pública sobre este derecho fundamental.

    Al tiempo que todos los poderes del Estado quedaban interrumpidos en otra flagrante infracción del apartado 5 del artículo 116 de la Constitución: el funcionamientos de los poderes constitucionales del Estado “no podrá interrumpirse durante la vigencia” del estado de alarma.

    Para enderezar a los ciudadanos díscolos con el confinamiento decretado, el Gobierno acudía a la aplicación arbitraria de una ley mordaza que Sánchez había prometido derogar en cuanto llegara al poder. Los presidentes que mandaban en los territorios de nuestro Estado de las autonomías intentaron echar una mano en la crisis y solo recibieron buenas palabras desde la Moncloa, y muy poco caso a sus iniciativas de colaboración.

    Llegaba el verano de 2020, y los ciudadanos se desahogaban corriendo en fila por las calles de España en tiempo cronometrado y por distancias limitadas, según criterios técnicos. El país seguía bajo estado de alarma, con las libertades clausuradas, el Parlamento anestesiado, los juzgados cerrados, con un Gobierno empecinado en sus errores, olvidando la máxima aristotélica de que se puede errar de muchas maneras, pero acertar solo es posible de una; y, mientras tanto, sufriendo a una oposición atolondrada por cazar una pieza que creía fácil de batir políticamente.

    Y es que a pesar de las llamadas semanales del presidente a la “nueva normalidad”, ésta seguía sin llegar en un país que gobernaba la pandemia a golpe de órdenes ministeriales dictadas por un ministro de Sanidad, tan entregado como incompetente.

    Esta crónica apresurada, queridos lectores, queda, en fin, abierta porque, sencillamente, este cronista aún no atisba el horizonte lejano para poder ponerle un muy deseado punto y final.

    09 may 2020 / 23:35
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