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Cuadros vivientes, o cómo posar bien en política

En el siglo XVIII se puso de moda en Francia montar tableaux vivants, o cuadros vivientes. Se hacían en la corte real, en los palacios de los nobles y los salones de la burguesía. Consistían en montajes estáticos, con un decorado en el que una serie de personas se disfrazaban para representar una escena, que podía ser histórica, mitológica o incluso bíblica. Algunos críticos de arte actuales llamarían a esto una instalación, pero la gente corriente de la época lo llamó hacer estampas. Y en gran parte tenían razón porque un cuadro viviente era como una estampa, o un cuadro en tres dimensiones.

Se representase lo que se representase, tenía que tener dos características. Por una parte tenía que ser algo muy conocido: la rendición de una ciudad conquistada por el rey, siguiendo , por ejemplo, el modelo de la Rendición de Breda de Velázquez, o una batalla en la que el rey, o el noble, aparecería montado en un caballo encabritado, para dar una mayor sensación de acción, aunque en realidad el rey posaba ante el pintor subido a un maniquí. Y en segundo lugar la escena debía ser gloriosa y tenía que transmitir un mensaje propagandístico o moral.

Además de los hechos de armas también podían ser tema de los cuadros vivientes las escenas de la mitología clásica, y las pertenecientes a la “historia sagrada”, aunque como es fácil de comprender, este tipo de cuadros vivientes se realizaban más bien en instituciones religiosas: iglesias, colegios, monasterios... Dentro de este tipo de escenas religiosas estaban las referidas al nacimiento de Jesús, que forman lo que luego se llamó un Belén viviente. Y esos belenes vivientes fueron muchas veces el complemento de los belenes construidos con figuras, a veces de gran valor artístico.

Los belenes vivientes tuvieron su equivalente en las formas parateatrales que representaban las escenas de la Pasión recogidas en los Evangelios: Última Cena, Entrega de Jesús, Juicio ante Pilatos, Camino al Calvario, Crucifixión... Estas escenas vivientes estuvieron desde el siglo XVI en relación con una forma de expresión de la religión popular como fueron las procesiones, en las que esas mismas escenas se exhibían en forma estática en las figuras de los pasos procesionales, algunos de los cuales se incluyen en la historia del arte. En los dos casos se trata de lo mismo: construir una escena o unas imágenes con un propósito didáctico, moral y muchas veces propagandístico, cuando las imágenes y las cofradías que las exhiben sirven como símbolos de la identidad de barrios, grupos profesionales, parroquias y ciudades.

En el caso de los cuadros vivientes mitológicos su propósito solía ser normalmente la exhibición del conocimiento de la cultura clásica, lo que otorgaba un gran prestigio, pero también cabían otras interpretaciones. Como la mitología griega está repleta de aventuras amorosas entre dioses, heroínas y mujeres, se prestó muy bien para montar cuadros eróticos vivientes, que muchas veces se convertían en verdadera pornografía. Eso explica las advertencias, que de otro modo podrían parecer desproporcionadas, de los autores cristianos sobre los peligros sexuales del teatro.

Teodora, futura mujer del emperador Justiniano en Bizancio, participó en su infancia, acompañada por sus dos hermanas y su madre viuda, en este tipo de cuadros vivientes mitológicos y eróticos. El maledicente historiador Procopio cuenta en su Historia Secreta que ya de niña ese monstruo de lascivia que según él era Teodora, había inventado el striptease de espaldas al público, llegando a ser famosa por su voracidad sexual, pues siendo prostituta necesitaba acostarse cada día con cincuenta hombres, tras rematar su jornada laboral, para saciar sus deseos. Quien se quiera creer las historias de la pobre Teodora narradas por este misógino, debería darle la misma fiabilidad que la que él recoge sobre Justiniano: que cada noche su cabeza se separaba del cuerpo y recorría la ciudad espiando a todo el mundo con su cabeza-dron.

Los cuadros vivientes estuvieron muy relacionados con el poder político en las cortes reales de Versalles, El Escorial, Londres... Toda la vida del palacio y el rey era un cuadro viviente. En Versalles comenzaba el día con la ceremonia de la levée, o sea, cuando el rey se levantaba de la cama. En esta corte vivían cientos de personas, nobles, funcionarios y criados. Todo estaba regulado. El rey tenía sus amantes oficiales, la principal entre ellas tenía sus propias habitaciones y tenía el título reconocido y no despectivo de “puta del rey”. También su vida estaba regulada y controlada, llegando a un nivel asfixiante. Si los reyes y reinas querían escapar de la corte se retiraban a pabellones más pequeños, como el Buen Retiro, el Petit Trianon y muchos otros, pero aun así no conseguían liberarse de la farsa cortesana, base de la política.

La mayor parte de la actividad de un rey consistía en salir de cacería, presidir desfiles, organizar bailes, representaciones teatrales, óperas, y sufragar pantagruélicos banquetes en los que el lujo y el despilfarro dieron nacimiento a lo que luego será la alta cocina. Si un rey no hacía esto, se decía que no hacía nada, que era un rey fainéant, como Luis XVI, que acabaría en la guillotina. En realidad, fue un gran rey que dedicó su tiempo a la administración y la economía. Poseyó una amplia biblioteca y pocos medios personales: curiosamente tuvo que comprarse la Encyclopédie de Diderot y D´Alembert de segunda mano, porque no le llegaba el dinero. Fue relojero y creó algunos mecanismos para los relojes, y ebanista (algunos de sus muebles aún se conservan). Pero se pensaba que no hacía nada porque creía que la política era algo más que un espectáculo.

En la actualidad seguimos viviendo no en la corte de Versalles, porque somos más modestos, pero si en una especie de Corte de los Milagros, que es hacia donde se encamina una política que no parece más que una serie de cuadros vivientes. Son las ceremonias, los espectáculos y exhibiciones, los clichés, los estereotipos visuales y los lemas los que están asfixiando el sistema democrático que deberían salvaguardar los partidos y los poderes públicos.

Por primera vez en la historia de los partidos políticos hemos visto nacer partidos que dice que no son partidos, sino otra cosa. Porque creen que uno solo es lo que dice que quiere ser y no lo que en realidad es. Esos partidos nacieron sin conexiones con los sindicatos, los poderes económicos, las organizaciones de diferentes tipos y, habiendo visto la luz en Madrid -lo que es algo que imprime carácter- se difundieron por todo el país, transformando poco a poco la política real en una serie de cuadros vivientes.

La política real puede ser muy sucia, o muy limpia, y puede desembocar en la violencia o la guerra. En ella lo que se juega es la vida de las personas: su sustento económico, su salud, la educación de sus hijos, y en definitiva la esperanza de llevar una vida digna para todos y para cada uno. Cada uno es lo que es, lo que puede ser y lo que le dejan ser, no lo que dice que él es. La realidad son hechos, siempre con una base física, y no juegos de palabras, etiquetas vacías y supuestas ideas cacareadas sin cesar. La realidad es lo que es, y puede ser muy dura y hacer que la vida sea casi imposible de vivir. Y en esa vida hay ricos y pobres, dominantes y dominados, verdugos y víctimas, y personas felices y personas desgraciadas. Y además en esa vida los que hablan y controlan la información son los ricos, los dominantes, los verdugos, que además de todo también suelen ser felices. Todos los que quedan por abajo son los que no tienen voz propia y a los que no se les escucha. Es para la conquista legal de esa voz y de todos los derechos para lo que sirve la política democrática, eficaz y real.

Frente a ella están los cuadros vivientes de distinto signo que lo asfixian todo. Sus directores de escena saben que quien controla la información, controla el mundo. Pero no quieren saber que el mundo es mucho más que información, porque viven en su Corte de los Milagros al margen de él. Para ellos la acción política consiste en hacer manifestaciones similares a las procesiones, porque son más conmemorativas, lúdicas y teatrales que reivindicativas. No hay manifestaciones sin coreografías, músicas, tambores o camisetas para el desfile. Cuando salen a la calle los agricultores, los ganaderos, los trabajadores de empresas que van al cierre o los pensionistas es otra cosa, porque los que sufren no necesitan montar cuadros vivientes, sino ser oídos. Lo malo es que se les puede colar algún que otro “Pequeño Nicolás” para salir en la foto y difundirla en las redes. Son esos “Pequeños Nicolás” -por cierto un personaje insólito que refleja la degradación de la política- los que completan sus procesiones con camisetas, banderas, y cuadros vivientes de todo tipo. Es lo que único que saben, y quieren, hacer porque en el fondo no les importa nada ni nadie que no sean ellos mismos. Están perfectamente integrados en todos los niveles del sistema que los remunera, por eso no temen que un día las masas asalten su particular Versalles y puedan acabar como Luis XVI y María Antonieta, como chivos expiatorios en la guillotina.

24 oct 2021 / 01:49
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