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Cuando el tiempo no pasa

    ESTOS días salió en la prensa que una jueza ejerciente en el País Vasco prohibió a unos padres poner a su hija un nombre que, según parece, tiene varias acepciones y una, al menos, no le gustaba a ella. Me sorprendió la decisión de su señoría, por lo que voy a contarles.

    Mi hija nació en Valladolid, de donde es su madre, así que el trámite de su registro legal debía producirse en esa ciudad castellana. Me fui a la correspondiente oficina. Esperé mi turno y, cuando me tocó la vez, vean lo que pasó.

    ¿Cómo quiere que se llame la niña?”, me preguntó la señora que atendía aquel negociado. “Tegra”, contesté yo. La señora me miró, echó mano de un libro que guardaba debajo del mostrador, pasó páginas adelante y atrás y al fin me dijo: “No puede ser”. Yo, sorprendido, pregunté “pero ¿qué me dice, por qué?”, y me contestó “porque ese nombre no existe”.

    Pregunté por el correspondiente juez, para for-mular lo que, más que una queja, aún, era una extraordinaria sorpresa. “Mire usted”, le dije, “rechazan el nombre que le quiero po-ner a mi hija porque dicen que no existe”. Su señoría mandó llamar a la funcio-naria que me había atendido: “¿Qué pasa?”, le preguntó, y ella respondió “No está en el libro”. Y el juez, concluyendo, dijo que “entonces no se puede hacer nada”.

    “¿Cómo que no existe?”, me quejé, “es el nombre de una santa de gran devoción en Galicia; en castellano se le dice Santa Tecla”. “Pues, hombre”, prosiguió el juez, “póngale a la niña Tecla y asunto concluido”. Pero yo advertí que “no quiero, señor juez, porque soy gallego y quiero que mi hija lleve un nombre gallego”. “Lo que usted quiera me da igual”, me dijo, “ese nombre, como usted lo quiere, en castellano no existe; tendría que presentar usted la correspondiente documentación probatoria de su existencia”.

    Me vine a Galicia y pedí, nada menos que en la Real Academia Galega, el documento probatorio que me pedía el juez vallisoletano. Me lo redactó nada menos que don Domingo García-Sabell que, entonces, presidía la institución. Yo volví con él a Valladolid. Se lo presenté al juez y el, viéndolo, más que leyéndolo, alzando la voz, me dijo “¡Por mi como si le pone mierda!”. Me sentí ofendido, pero le puse a mi hija el nombre que quería ponerle, en gallego.

    Aquello pasó ya hace casi cincuenta años. ¿Cómo puede ser que la formación cultural de jueces como esa señora que traigo al caso no haya evolucionado nada en medio siglo? Porque esto que hace no es cuestión de ley, sino simplemente de cultura, que se le puede y debe exigir a una jueza, tanto como haber aprobado las oposiciones.

    10 nov 2022 / 01:00
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