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Cuarenta años

    HOY se cumplen cuarenta años de aquello, ya saben, y la memoria nos trae recuerdos, en mi caso, de aulas protouniversitarias, sudor en los descansos, agobio en las escaleras, y José María García, que retransmitía. No era un gol en Las Gaunas. Eran unos tipos disparando en el Parlamento.

    Cuando la Transición habíamos sacado los posters con el primer discurso del rey, olían a satinado, yo no tenía posters de estrellas de fútbol. Veíamos aquello con aire juvenil, instalados en una historia que parecía construirse expresamente para nosotros. Los que nacimos en el tardofranquismo rural teníamos el barro en los zapatos y la alegría en el corazón. No hacíamos caso, o no sabíamos del dolor acumulado. Mi padre me contaba cosas, pero más de su emigración a Venezuela. Once años, incluso en el Orinoco. Fue como un García Márquez particular para mí. Y en esos días, Franco muriéndose.

    Hicimos la Transición con el rostro poblado de acné. No sabíamos que veníamos de la ruina, aunque lo fuimos sabiendo, y sí de la pobreza, que podía olerse con sólo mirarnos. La Transición nos pareció un árbol nuevo, un lugar que daba sombra y nos cobijaba, aunque en realidad necesitábamos luz, más luz. Yo regaba patatas y judías trepadoras, llevaba más de cien calderos en una tarde: sólo pensaba en el domingo.

    Y aquel día, ya en la facultad, donde en su día hubo cargas y cosas, nos decían, nos enteramos de que el Parlamento había sido atacado por la asonada y que cuidado, o sea, se sienten, coño. No esperábamos la movida, porque aún no habíamos leído casi nada, y en la Uni todo se suspendió, o casi, a ver de qué iba el quilombo.

    Tampoco voy a decir que crecimos de repente. Fue como una niebla densa que cayó sobre nosotros y con la misma velocidad se evaporó. No recuerdo a mi padre perplejo, pero seguro que lo estaba. Todo el pasado feroz que atronó su juventud debió cruzar velozmente por su cerebro. Quería darle un futuro al chico, más allá del odio y el horror que había machacado este país hasta la médula. Y por un momento todo parecía quebrarse.

    Afortunadamente salimos con bien. Dicen que la movida (aquel relato de García, la gente saliendo por las ventanas, los micrófonos y las cámaras que los de la tele dejaron encendidos, los rollos de película que sacaron Barriopedro y Manuel de León escondidos en los calzoncillos) pudo haber sido mucho peor, que es fácil ver hoy como una astracanada lo que podría haber sido una tragedia. Volver a ver a los que no se sentaron aún emociona.

    No, no es cierto que cuarenta años no es nada. Es muchísimo. Ya hemos perdido aquella juventud, pero gracias a aquel golpe fracasado, y gracias a muchas cosas buenas, hemos vivido una vida moderadamente interesante, hemos conocido unas chispas de felicidad, hemos tenido la suerte de respirar un aire que en este país siempre parecía un lujo, o una suerte. Conviene recordarlo.

    Conviene recordarlo más ahora, también enseñarlo a los que ignoran. Han vuelto tiempos duros, por tantas cosas, quizás estamos a bordo de una tormenta perfecta, el desánimo crece y crujen las tablas del navío. Las democracias son delicadas, pero pueden ser extraordinariamente fuertes. Nada hay más fuerte que la libertad. Contar aquello, cuarenta años después, me sirve para recordar que teníamos un enorme deseo de ella, de liberarnos de lo que nuestros padres habían conocido y sufrido. Despreciar lo logrado es un error. Pero tal vez los jóvenes necesitan que les devuelvan la esperanza.

    23 feb 2021 / 01:12
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