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Cuestión de catadura moral

    EN paralelo a las urgencias que el coronavirus provoca en nuestros comportamientos va discurriendo el pasar de los días, con sus turbaciones y alborotos, que no pueden esconderse tras la puntual contingencia de la alarma social.

    Supimos, así, la pasada semana de la resolución de la titular del Juzgado de Instrucción nº 1 de Santiago, Ana López-Suevos Fraguela, de decretar el archivo de la pieza que la jueza Pilar de Lara había incoado contra el exalcalde de Santiago Gerardo Conde Roa, algunos concejales, funcionarios y otras personas relacionadas con actividades de la citada municipalidad.

    La noticia obliga a una primera reflexión; la ya archiconocida lentitud de la Justicia que pierde su necesaria exigencia de reparación del mal causado ante la imposibilidad manifiesta de retrotraer lo juzgado al momento inicial. Una importante rémora funcionarial que convierte el hecho de administrar justicia en un acto arbitrario. Hay, además, otro imperdonable déficit que no logra enmendar la diligente, fundada y bien argumentada resolución de la magistrada López-Suevos. Se trata de la actuación de la jueza instructora, con lagunas procesales y temporales, conocidas por todos, que supusieron la plena indefensión para los encausados y que se toleraron en su continuidad desde la inhibición y la indolencia del Poder judicial.

    Cabe una segunda crítica, no menos relevante, sobre el papel que en este y en tantos otros temas judiciales desarrollan los medios de comunicación, involuntarios –o no tanto– cómplices, desde lo sensacionalista del hecho informativo, de aquellos otros agentes a quienes aventar las sospechas, incidir en la supuesta culpabilidad del contrario, supone acarrear agua para el propio molino. La mera circunstancia de que tales prácticas sean conocidas como la pena del telediario deja a las claras la irresponsabilidad de los medios de comunicación sobre hechos aún no juzgados.

    Hay, por fin, y muy por encima de esas dos anunciadas responsabilidades deontológicas el torticero comportamiento de una clase política deseosa de enlodazar hasta sus últimas consecuencias el campo de la actividad pública para beneficiarse de ese embarrado campo. Es la parte carroñera de un estamento capaz de incumplir el más elemental de los derechos, el de presunción de inocencia, si a cambio de ello logra quitarse de en medio al rival o al opositor.

    Así, al igual que ocurre con los comentarios vertidos en su día sobre la crisis del ébola a la luz de lo que vemos del coronavirus, causa repugnancia y vergüenza ajena reproducir lo escuchado desde algunas instancias políticas compostelanas a propósito de comportamientos demonizados que ahora sabemos que se ajustaban a derecho. Fue desde ese vil aprovechamiento de la supuesta debilidad ajena desde la que sacaron el provechoso fruto de un cargo público, bien que al abrumador precio de truncar actividades políticas y personales de quienes no lo merecían. Y ese será baldón que, por encima de la Justicia, les acompañará para siempre, como claro definidor de su concreta catadura moral.

    La reparación del mal causado es ya imposible, como utópica resulta cualquier esperanza de un mínimo atisbo de autocrítica por parte de quienes animaron el caldo de cultivo del descrédito y la difamación sobre sus opositores políticos. Pero los compostelanos todos no se merecían tan denigrante y ponzoñoso espectáculo.

    27 abr 2020 / 12:22
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