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Del Estado de Derecho

    LA matriz cultural y política que conocemos como Estado de Derecho conforma y constituye una poderosa luz que ayuda sobremanera a comprender el alcance del sistema normativo. Vaya por delante que Estado de Derecho y democracia son dos caras de la misma moneda y que cuando tratamos de proyectar el sentido del Estado de Derecho no podemos olvidar que el gobierno del pueblo, por el pueblo y para el pueblo, y por sobre todo, la soberanía del pueblo y la dignidad del ser humano han de estar presentes.

    Efectivamente, el Estado de Derecho parte de un aserto fundamental: el ser humano, por el carácter absoluto que tiene su dignidad, porque es un fin y no un medio como gustaba decir a Kant, se yergue y se alza omnipotente ante cualquier intento del poder de imponer la arbitrariedad o la injusticia. Si así no fuera, el reconocimiento de los derechos fundamentales de la persona sería una quimera, un sueño o, por mejor decir, un instrumento susceptible de uso alternativo por el poder en cualquier momento.

    El Estado de Derecho, como bien sabemos, descansa sobre un trípode: el principio de juridicidad, el principio de separación de poderes y el reconocimiento de una serie de derechos que son inherentes al ser humano. Estos derechos, calificados primero como naturales y como humanos más tarde, son reconocidos por el Ordenamiento porque son de titularidad del ser humano. La Constitución, o el poder político, no los crean. Los derechos humanos no son entregas de la Constitución o de los políticos a los habitantes. De ninguna manera, conforman lo más íntimo y sagrado de la condición humana y, por eso, han de ser respetados y, también, como consecuencia de la cláusula de Estado social, promovidos por los poderes públicos que deberán, igualmente, impedir la existencia de obstáculos a su despliegue y real ejercicio por los habitantes.

    El principio de juridicidad, expresión en la que se integra el principio de legalidad, supone, ni más ni menos, que los actos y normas, inactividades, silencios u omisiones del poder público, sea legislativo, ejecutivo o judicial, están plena, total y absolutamente sometidos al control de la ley y del derecho. En el Estado de Derecho no hay actos o normas irrecurribles. No hay en el Estado de Derecho actos y normas del poder público irresistibles. Incluso los actos llamados de gobierno en los que existe una obvia función de “dirección política” siempre se podrán controlar los actos reglados en ellos existentes, incluido entre ellos la finalidad de interés general que ha de presidir cualquier expresión normativa del poder público.

    En este contexto quisiera traer a colación una reflexión de León Duguit realizada en su libro Las transformaciones del Derecho Público. Duguit censura el dogma de la irresponsabilidad del Estado por considerar que la idea de que el Derecho del Estado es la expresión misma de la voluntad general, que no tiene límites ni puede errar por ser absoluta es una falacia. Con solo comprobar la realidad de los daños que producen, con cierta regularidad, los servicios públicos y cierto tipo de normas de Derecho Público, entendemos que tal aserto haya de ser rebatido. En el mismo sentido, la doctrina que hasta no hace mucho exceptuaba de control judicial los actos administrativos discrecionales, ha tenido que ser abandonada en muchos sistemas normativos porque en el modelo del Estado de Derecho la irrecurribilidad no es posible. La irrecurribilidad es propia del Estado absoluto, de la concentración del poder.

    09 oct 2020 / 00:00
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