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¡Desahuciados!

Si imprime al partido un estridente giro a la derecha, siguiendo la estela triunfante que en su día trazó José María Aznar, lo equiparan a Vox y los electores lo castigan porque prefieren el original a la copia. Si decide transitar por la senda del silencio por la que cómodamente se deslizaba Mariano Rajoy, nadie lo escucha y pasa desapercibido en las urnas. Y si se desvía hacia el centro intentando ocupar el vacío dejado por Albert Rivera, Santiago Abascal lo vuelve a amenazar con sobrepasarlo por el carril libre a su derecha. En su despacho de la sede de Génova, Pablo Casado se vuelve loco con la incomprensión de sus desgracias hasta llegar a la absurda conclusión de que la culpa es del edificio que lo acoge, próximo a la plaza de Colón.

Trastornado al menos a tiempo parcial –en su casa su familia le exigirá otra coherencia–, comprueba en carne propia cuán difícil es posar su trasero en aquel escaño en que Soraya Sáenz de Santamaría no se atrevió a hacerlo con Rajoy aún de cuerpo presente –en la whiskería de enfrente– y tuvo la prudencia de dejar que su bolso sustituyera, en expresión metafórica de su legítima ambición, a sus partes menos nobles que ardían en deseos de sentarse en el privilegiado lugar de su jefe, en aquella tarde lluviosa de la moción de censura en la que el pupilo de Esperanza Aguirre concibió la maldita idea de prepararse para reinar.

“Yo sí quiero liderar el PP”, proclamaba ufano días después en la presentación de su candidatura para sustituir al hombre que acababa de ser descabalgado de la Presidencia del Gobierno. “Yo sí quiero liderar el PP”, repetía con ingenuidad infantil en clara referencia a Núñez Feijóo, que había dicho no tras pedir unos días para consultarlo con su almohada. Como si presidir uno de los dos grandes partidos de la democracia española fuese tan sólo una cuestión de actitud y no de aptitud. Quiso liderar el PP y, gracias a la bélica banda sonora de Mujer contra Mujer que bailaron en el congreso sucesorio Soraya y Cospedal –con algún hombre escondido en los silencios de la partitura– acabó haciendo del PP lo que quiso. Lo volteó en todas las direcciones posibles. Desde rebozarlo en el pan rallado de la fe ultraliberal de sus mentores y mezclarlo con salsa naranja para servirlo como un planto experimental de la cocina vasca, hasta empaparlo en caldo verde para darle otro sabor al cocido madrileño y hacerlo, a renglón seguido, renegar de los ingredientes de su pasado en la ensaladilla rusa catalana que finalizó con la peor de las indigestiones: vomitando la casa por la ventana.

Casado se desespera al ver que se le escapa la posibilidad de celebrar desde el balcón de Génova 13 su llegada al Gobierno, como hicieron Aznar y Rajoy, y desahucia a su partido de su sede histórica, en una decisión purificadora que ahuyente los malos espíritus de sus antepasados. Confundido por unos fracasos que no se explica, después de haber probado todas las teorías que llegaron a sus oídos, rompe con la imagen romántica del pasado de su Pepé y se abraza sin saberlo al naturalismo cristiano de Emilia Pardo Bazán, que no conoce, pero que habla de la influencia del medio que nos rodea. Para Casado, las paredes de Génova 13 son como esas frías piedras de Los pazos de Ulloa que encierran un mundo inhóspito para el recién llegado. Asfixiado por las sombras de Bárcenas y su banda de técnicos de laboratorios financieros, pero también por los inalcanzables éxitos electorales de sus predecesores –a los que, sin embargo, fue precoz en igualar en derrotas–, la ansiedad bloquea sus sentidos y, ante la necesidad de respirar aire fresco fuera de la burbuja que lo inculpa, prende fuego al edificio sin percatarse que las llamas lo devorarán a él dentro.

En tiempo récord, Casado ensayó sin éxito todas las recetas permisibles en un partido de márgenes ideológicos tan amplios dentro del espectro azul como el suyo, pero fue absolutamente incapaz de encontrar –o le interesó hacerse el sueco– la única razón por la que ninguna le dio resultado: el problema reside en él, que carece de la suficiente credibilidad y de la autoridad clásica que son consustanciales al que posee madera de líder. Cuánto más permanezca presidiendo el PP –veremos en qué sede y si esta no se desplaza a una comunidad periférica–, más se dará por desahuciado a su partido y más se mantendrá Pedro Sánchez en La Moncloa.

Habrá a quien le interese jugar con los tiempos, pero esta es la situación. La responsabilidad es de Casado y de todos los que lo respaldaron, entre los que hay quienes sólo lo hicieron para cortarle el camino a Soraya. El PP armado después de Rajoy se construyó con columnas falsas. Por eso la casa se viene abajo.

19 feb 2021 / 01:00
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