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Diego, ese dios fieramente humano

    CAÍA la sobremesa con su sopor inevitable cuando nos agitó el terremoto de la muerte de Diego Armando Maradona. Hoy nada importante pasa que no dé mil vueltas al globo en cuestión de segundos, y sólo pasaron unos minutos antes de que la pantalla se llenara de periodistas argentinos (algunos con muestras evidentes de haber llorado) y de esos goles de Diego que se pasan siempre cuando se habla de la gran obra de este balompédico dios. No es que no supiéramos de la compleja deriva del Pelusa desde hace algunas décadas, de la que él mismo hablaba con dolor algunas veces, lo que sucede es que de tanto ver el peligro aullando a su puerta, uno terminó creyendo que Diego era en la vida, como en el fútbol, un ser inmortal.

    Dijo Rubalcaba que en España enterramos muy bien, y quizás lo dijeron otros. Suele pasar en todo el mundo, siquiera sea por respeto. Ayer, sin embargo, tras el primer anuncio de Clarín, no faltaron en las televisiones tertulias urgentes en las que se subrayó más que otra cosa el infierno del dios albiceleste. Y no tanto los infiernos personales, sino las consecuencias del vértigo, aquellos momentos que las cámaras captaron, siempre con el triste rastro del morbo dejando su marca indeleble, actualizando a toda prisa al rey de las praderas como un tipo que entraba fácil al quilombo, a la vida exagerada, a la controversia cruda, y que terminaba dañándose a sí mismo, como si renegara de eso que se exige hoy a los llamados a la gloria: la ejemplaridad, al menos, en escena. Sin duda, Diego puedo creerse un dios, pero nunca quiso ser un ejemplo para nadie.

    Como escuché también, tal vez no era muy fácil levantarse cada día siendo Maradona. El peso de la fama hunde incluso a los que de verdad han volado alto, el plomo en las alas se va acumulando mientras el pasado glorioso se separa del presente difícil. Aunque alabado como una divinidad del fútbol, con fervientes devotos en cualquier lugar del mundo, gentes que darían su vida por él, como decían, el dictado del tiempo siempre consigue que empiece a brillar en el horizonte el nostálgico relumbre de Sunset Boulevard.

    Pero el dios futbolístico de los años jóvenes perdura y perdurará: atrapado en las imágenes que ayer se repetían, y en la memoria de los que le conocieron, o de los que lo sufrieron como rival. Tendrán que aceptar su rebeldía en tantas cosas, su carácter controvertido, su tantas veces errada negociación con la genialidad y con la divinidad irrenunciable: él, que venía de acariciar el cuero en la potrera. Pero nada de eso disminuye un ápice su creación. Por mucho que se quiera imponer esa pureza ejemplar, nada humano le era ajeno. Lleno de defectos y de fragilidades como cualquiera de nosotros, arrastrando pesadamente la condición de dios en la tierra, herido sin duda por la fama, que es dulce licor y también veneno, ayer ha muerto Diego Armando Maradona, al que tantas veces vimos caminar sonriendo sobre el abismo. Puede que fuera un dios imperfecto, exagerado en la felicidad y el sufrimiento, pero aquellos días de gloria que ahora reverdecen en todas las pantallas permanecerán para siempre, como la manifestación divina de alguien que, a pesar de todo, nunca dejó de ser fieramente humano.

    26 nov 2020 / 00:00
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