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Diez años (muy duros) después

    DIEZ años después del 15-M. la sensación es de desánimo y de frustración. Ya sé que lo natural de un movimiento de indignación es no rendirse fácilmente, no aceptar cualquier cambio, más o menos cosmético, o meramente propagandístico, como la solución a todos sus males.

    Pero me pregunto si ahora, diez años muy duros después, las fuerzas han abandonado a la población más desfavorecida. Me pregunto si aquel carrusel de sueños apostado en Sol y en otras plazas de España no se ha convertido ya en un episodio nostálgico, en algo que contar a las generaciones futuras, pero una vez más, como tantas otras, por cierto, también en un episodio que derivó más en caudal mediático, exceso de retórica y falta de resultados.

    Es cierto que las revoluciones que nacen en la calle terminan colapsando cuando alcanzan las instituciones, o se ven contaminadas y transformadas en contacto con las maquinarias del poder. Pero el asunto aquí estuvo, a mi entender, en la manera de entender la regeneración democrática.

    Se dio más impulso al gesto desabrido, a la ruptura, a una abierta superioridad moral sobre los partidos tradicionales, como los llamaban, y también sobre los que se dibujaban como padres de la patria, cuya mayor labor, la Transición, esa que
    Alfonso Guerra resumió, al referirse a la acción de partido, con una frase para la historia, “a España no la va a conocer ni la madre que la parió”, se consideró por los nuevos líderes como una época superada e incompleta, cuando no abiertamente fallida. La enmienda al pasado inmediato, el revisionismo expresado con acritud, venía a solicitar un nuevo comienzo de la Historia, un expreso olvido de todo lo logrado.

    Muchos interpretan el adiós de Pablo Iglesias (incluyendo el adiós a su coleta, el apéndice semiótico que identifica una época) como un reconocimiento de ese fracaso. O, al menos, de la imposibilidad de sustanciar dentro de las estructuras del poder lo que las plazas demandaban en aquellos días. Nadie sabe, porque no lo ha contado (pero creo que lo hará), si tiene que ver con la decepción, con el agotamiento, con el descubrimiento de que la política es incluso poética fuera del poder y muy prosaica dentro de él.

    Muchos alabaron el asalto al bipartidismo, como el asalto a los cielos, no sólo de la mano de Podemos, sino, en principio, desde la aventura centrista de Rivera, que nunca se atrevió a ejecutar. Políticamente, es cierto, Iglesias llegó más lejos. Pero a menudo el desencanto sucede al encantamiento. A la crisis de entonces, y a la euforia casi adolescente de las plazas, le salió muy por la derecha la oposición de otra forma de política de base, ferozmente populista y poseedora de un lenguaje intimidatorio. Si una indignación abominaba de la política moderada y buenista, otra se destapó contraria a lo que llamaron la tiranía de las élites intelectuales, con Trump a la cabeza.

    Y así se empezó a joder el Perú. Nada ha podido volver a la cordura desde entonces: mientras avanzaba la crisis y la pandemia del coronavirus remataba cualquier esperanza de levantar la cabeza, los partidos erizaron sus púas, encarnaron sus crestas y se dedicaron a la lucha por ganar el concurso de relatos sobre la actualidad. Lo mediático y lo visual se impuso sobre todo lo demás. La democracia se simplificó en brazos de la bronca y lo complejo se consideró un lujo inútil. El pensamiento crítico murió quizás de éxito.

    Más que de los partidos, creo que la gente desconfía de los liderazgos. Todo el futuro está pendiente: quizás mejor sin dogmas ni batallas mezquinas.

    16 may 2021 / 01:00
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