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Dinamarca o lo que queda del fútbol

LA GLOBALIZACIÓN es un conjunto de procesos que conducen a un mundo único y su vertiente cultural, según Malinowski, su mayor tentáculo. Las historias regionales claudican. El heterogéneo y plural mosaico de unidades independientes y aisladas se resquebraja. Los gustos se unifican. La cultura occidental se universaliza y todo el mundo comparte en sus historias ‘Todo de ti’ de Rauw Alejandro. Pero hubo un tiempo en que no era así.

Hay muchas similitudes entre esta Dinamarca y la que hace casi 30 años ganó una Eurocopa para la que ni siquiera se había clasificado. Hay un Schmeichel en el arco, una reedición de apellidos y ambas carecen de su estrella. Pero en realidad, son muchas las cosas que han cambiado desde la Eurocopa de Suecia, el último bastión romántico de un fútbol globalizado y peligrosamente contemporáneo.

La del 92 fue la última Eurocopa con ocho equipos, entre los que se encontraban algunos que empezaban a ser algo diferente a lo que siempre habían sido.

El 9 de noviembre de 1989 cae el muro de Berlín al ritmo de un himno: el de la novena sinfonía de Beethoven. Dos selecciones compactas -RFA y RDA- se unen en una superpotencia futbolística. Alemania Oriental entra en el bombo para Suecia, pero ratificada la unificación, su partido clasificatorio contra Bélgica es declarado amistoso y el último del bloque comunista. A la mayoría de jugadores no les interesa ir y se forma una convocatoria de apenas 14. El capitán Mathias Sammer marca los dos goles. Las dos Alemanias son historia y en la Euro 92 presentan por primera vez una candidatura conjunta.

Tres días después de conseguir el pase para la Euro 92, la Unión Soviética desaparece con todos sus organismos. De su cuerpo inerte florecen quince repúblicas. Se baraja la posibilidad de otorgar la clasificación a Italia, segunda de grupo, pero la FIFA aprueba la creación de la Comunidad de Estados Independientes (CEI) para jugar el torneo. También eligen como himno la novena sinfonía de Beethoven. Termina la Euro en última posición y ahí termina su historia.

A diez días del inicio del torneo, la ONU veta a Yugoslavia de todas las competiciones por el estallido de la guerra de los Balcanes. En este caso sí es la segunda de grupo, Dinamarca, la elegida para cubrir su plaza. Poulsen, Larsen, Olsen o Schmeichel llevan ya tres semanas de vacaciones. “No quiero ir a Suecia a jugar al fútbol, mi cabeza está en la playa”. “Mejor me quedo en casa, podemos hacer el ridículo”. Pero van. Todos menos Michael Laudrup, que reniega del estilo defensivo de la selección y de su entrenador que es quien les hace creer: “Ok chicos, vamos a ir a Suecia y vamos a ganar la Eurocopa”.

Se clasifican en una apretadísima fase de grupos. En semifinales ganan a la vigente campeona de Europa, Países Bajos, y en la final a la del mundo, Alemania. Kim Vilfort se convierte en protagonista indiscutible. Viaja a Copenhague tras cada partido para acompañar a su hija en la agonía de una leucemia. Mete su penalty en la tanda de semis, origina el primer gol de la final y mete el segundo. Su hija fallece seis semanas después.

Hoy, en la Eurocopa 2021, la fatalidad ha vuelto a llamar a la puerta de Dinamarca. La imagen de sus jugadores defendiendo a su líder mientras es reanimado habla de lo que es una tribu. Y es que la familia y el honor son dos conceptos muy arraigados en la sociedad vikinga. Quizás Dinamarca sea el último vestigio vivo de lo que un día fue el fútbol. De una Eurocopa en la que había más bigotes que tatuajes. Una oda a la llaneza y una antítesis del fútbol moderno que corrompe todo lo que toca.

Y así se la han cargado.

09 jul 2021 / 01:00
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