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Divorcio y LGTBI en católicos

    HACE unos días –el pasado 15 de junio– este periódico me publicó un artículo sobre el matrimonio de los sacerdotes y sobre el sacerdocio femenino. Hoy quisiera completar mi reflexión con otros dos temas que también ocupan la atención de determinados sectores de la Iglesia católica. Me voy a referir a la atención pastoral que merecen las personas divorciadas y, también, todas aquellas que se integran en el colectivo de LGTBI.

    Por lo que hace a las primeras, a los cristianos que se hallan matrimonialmente separados o divorciados, es sabido que la elevación del matrimonio a la categoría de Sacramento en el seno de la Iglesia, con sus características propias de unidad e indisolubilidad, está generando un serio problema de alejamiento o abandono de la Iglesia de un buen número de cristianos bautizados quienes anta la imposibilidad jurídico-canónica de compatibilizar su Fe –que se sigue conservando en un buen número de casos– con la nueva situación de pareja que mantienen optan por abandonar el ejercicio y la práctica religiosa, lo que, ciertamente, parece no conciliarse muy bien con el mandato evangélico de búsqueda y encuentro con quienes se hallan más necesitados de ayuda y protección.

    En otro aspecto, pretende desconocer el originario mensaje evangélico de “paz en la Tierra a los hombres de buena voluntad”. Y parece que a quienes quieren seguir siendo fieles a la Iglesia de Cristo no debiera negárseles esa buena voluntad. Pienso y así parece entenderlo, cuando menos, parte de la jerarquía de la Iglesia católica que alguna medida debiera adoptarse al respecto.

    En lo que se refiere al colectivo LGTBI habrá de reconocerse con absoluta aceptabilidad que es, igualmente, cierto que concurren en el mismo un importante grupo de personas cuya orientación sexual debe y tiene que ser objeto del adecuado respeto social en el marco de una sociedad democrática y, desde esta realidad incuestionable, parece evidente que debiera configurarse un entramado de normalización jurídica y social que propicie el adecuado desenvolvimiento de la vida de esas personas, sin género alguno de estridencias.

    El no hacerlo así viene a demostrar un manifiesto desconocimiento y desprecio de la propia dignidad de todo ser humano y en este orden de consideraciones tampoco puede ignorarse la dimensión religiosa de esas personas, cuyas convicciones personales no tienen por qué desaparecer a causa de su orientación sexual y a las que habrá de prestárseles la debida atención más allá de dogmatismos o disciplinas eclesiásticas obsoletas o claramente desproporcionadas.

    No son problemas banales a los que la Iglesia de este siglo XXI tiene forzosamente que dar una respuesta serena y muy meditada, pero, igualmente proporcionada.

    03 jul 2022 / 01:00
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