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El club del uranio

    EN EL MES DE ABRIL de 1945 la periodista M.G­ellhorn llegó a una aldea alemana con el Ejército americano. Allí le dijeron lo siguiente: “No, aquí no hay ningún nazi ni nunca lo hubo. Puede ser que haya habido alguno en la aldea de aquí al lado, pero lo que está clarísimo es que esa ciudad que está a veinte kilómetros era un auténtico hervidero de nazis y le digo confidencialmente que lo que había aquí era un montón de comunistas” (The face of war, Londres, 1985, p. 176). Da la impresión de que en la Alemania rural pasaba lo mismo que en nuestro mundo gallego en el que las meigas siempre vivían en la aldea de al lado. Y es que claro, en la Alemania ocupada ya nadie había sido nazi, los alemanes así lo decían y los ocupantes estaban dispuestos a creerlo porque necesitaban su colaboración para preparar una posible III Guerra Mundial.
    Unos años antes, la cosa era muy distinta, pues se podían escuchar declaraciones como esta: “la historia da derecho a Alemania a gobernar Europa y luego el mundo. Solo una nación que gobierne sin piedad puede sobrevivir. La democracia no puede desarrollar suficiente energía para gobernar Europa” (Ph. Ball, Serving the Reich, Londres, 2013, p. 210). El autor de esta afirmación no era ni un fanático ni un tonto, sino nada menos que W.Heisenberg, premio Nobel de física, que colaboró con gusto con el nazismo para poner una bomba atómica en manos de Hitler, a quien daba charlas particulares compartiendo auditorio con Himmler y Goebbels.
    Naturalmente después de la guerra nadie había colaborado con el nazismo, y W. Heisenberg y la élite de la física alemana tampoco, según ellos, claro. Tras la guerra los servicios de espionaje ingleses encerraron en Farm Hall, cerca de Cambridge, en una casa plagada de micrófonos nada más ni menos que a los científicos siguientes: Heisenberg, Laue, Weisäcker, Hahn, Wartleg, Bagge, Diebner, Gerlach, Korsching y Wirth: el club del uranio. Entre ellos había varios premios Nobel y sus conversaciones fueron grabadas sin problema porque se creían seguros. En ellas podemos observar las ideas de los llamados “premios Nobel con manos sucias”, científicos de la élite alemana que trabajaron en la KWG (Institución Emperador Guillermo), uno de cuyos fundadores había sido F­ritz Haber, también premio Nobel, inventor de los gases tóxicos en la I Guerra Mundial, apóstol de su uso y nacionalista conservador convencido, como Max Planck, también premio Nobel, cuyo nombre encabeza hoy la institución de la excelencia investigadora alemana.
    Los premios Nobel con manos sucias fueron además mentirosos y cobardes. Heisenberg, que quería una bomba atómica para que Alemania ganase la guerra, pero no Hitler, que era el dictador que gobernaba su patria, se inventó el cuento de que había falseado sus cálculos para retrasar su fabricación. No era cierto, simplemente se había equivocado. Cuando estalló la bomba de Hiroshima esos contertulios se quedaron muy sorprendidos, porque pensaron que si ellos no habían sido capaces de hacerlo los americanos tampoco podían haberlo logrado, ya que eran inferiores. Heisenberg había calculado que sería necesaria una masa crítica de dos toneladas de uranio-235 para hacer una bomba que destruyese una ciudad, aunque luego dijo que su cálculo había sido solo de 50 kg. No le gustaba reconocer su errores de cálculo ni que los alemanes no supiesen hacer una bomba atómica, para lo que pidió ayuda a Niels Böhr, premio Nobel danés, hijo de una judía, que decidió salvarse pasando a Suecia. Si lo hubiesen sabido se la habrían entregado a ese Führer que “tenía derecho a gobernar Alemania, Europa y luego el mundo”.
    Los científicos alemanes cometieron muchos errores. El famoso ingeniero W. Von Braun, creador de los misiles, consiguió matar con sus V-1 y V-2 a 15.000 ingleses, pero en los accidentes de su fabricación murieron 20.000 trabajadores, la mayoría judíos, lo que no le impidió ser contratado inmediatamente por los EEUU, como muchos científicos alemanes, reclutados por ese país o la URSS. En la ciencia solo importa la eficacia, y por eso el Proyecto Manhattan, con sus 100.000 trabajadores coordinados por un general (J. Hughes, The Manhattan Proyect, Londres, 2002), triunfó porque los recursos industriales, la capacidad de organización y el acceso a los minerales radiactivos fue más fácil en los EEUU que en la Alemania en guerra. Quienes trabajaron en él sabían lo que estaban haciendo, pero creían que su causa era justa porque pensaban que si la bomba funcionaba, nunca sería arrojada sobre una ciudad sino en un lugar deshabitado como medida de disuasión. Pero también sabían que la decisión no sería suya. De hecho las dos bombas, la de uranio y plutonio, se lanzaron en parte para probarlas, sobre todo la de Nagasaki, y no obligaron a Japón a rendirse. Japón se rindió porque había un ejército de más de un millón de soldados desplegado por Stalin que iba a iniciar su invasión y prefirió rendirse a los EEUU.
    Japón tenía pensado frenar ese ejército con las armas químicas desarrolladas en los laboratorios de los campos de Changchun y Nanking por los equipos coordinados por el mayor Ishii Shiro, que utilizaban seres humanos como cobayas con tal crueldad que dejaron impresionados a los médicos de las SS que visitaron sus laboratorios (S.H. Harris, Factories of Death, Londres, 1994), lo que no deja de tener mérito. Tampoco tuvieron escrúpulos estos médicos y químicos, ni tampoco importó nada, porque sus arsenales pasaron al ejército americano, que los reclutó inmediatamente, no siendo juzgado ninguno de ellos, ni siquiera I. Shiro. Se supone que, como F. Haber y los físicos y científicos alemanes, todos querían contribuir al rápido fin de la guerra, deseo de todos los altos mandos militares cuando deciden iniciar una de ellas.
    Casi nadie fue juzgado en Alemania. Sus jueces, policías, médicos, funcionarios y profesores siguieron en sus puestos, aunque se escogieron dos chivos expiatorios: el jurista K. Schmidt y el filósofo M. Heidegger, que fueron separados de sus cátedras porque no eran reciclables como tecnólogos. Heidegger, temprano miembro de las SA, y rector nombrado por el Führer, como todos los demás, creyó que el nazismo podía ser un proyecto filosófico. Idea ingenua, pues el mayor intelectual nazi fue A.Rosenberg, autor de un libro mediocre, El mito del siglo XX, que se limitaba a exaltar los componentes irracionales, raciales y místicos del alma y el pueblo alemanes. El partido nazi, cuyos líderes eran unas nulidades intelectuales, y formado en gran parte por arribistas, e incluso lumpenproletarios con un pie en la delincuencia, como R. Hess el comandante de A­uschwitz, fue un modelo a admirar por profesores, científicos y filósofos que se sometieron a él, dejando claro que su inteligencia no tenía nada que ver ni con la dignidad ni con la mínima decencia moral de las que carecían.
    M. Heidegger en su curso sobre Parménides, impartido en plena guerra, decía en su abstruso estilo definido por algún nazi como “alemán rabínico”, que escribir a máquina era pervertir la escritura. Muchos años después sostenía que también era una perversión industrializar la agricultura y que los judíos subieron al cielo a través de las chimeneas de Auschwitz en el Holocausto como consecuencia de un simple episodio industrial y no de un crimen de genocidio. ¿Tienen que ser los profesores y científicos objeto de admiración solo por serlo, o solo son como los demás?
    *El autor es catedrático de
    Historia Antigua de la USC

    30 abr 2016 / 18:48
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