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El año en que empezamos a morirnos

Hubo un año en el que nunca llegó la primavera, y cuando se acercaba su fin vimos que tampoco llegaría la Navidad. Ese fue el año en el que empezamos a morirnos. Hasta entonces cada año morían cientos de miles de personas, pero de una manera discreta, casi imperceptible. La mayoría de enfermedades, muchos menos por accidente y unos pocos a causa de la violencia. Esas muertes no nos hacían sentir inseguros, porque creíamos que la muerte era natural y además pensábamos que estaba controlada. Eran los médicos y los enfermeros los encargados de mantenerla a raya, y apoyándolos siempre, estaban el estado, la riqueza del país y el saber de los científicos, capaces de descubrir las causas y las curas de casi todas las enfermedades. Por eso nos sentíamos seguros.

Sabíamos que había enfermedades incurables, pero nos decían que cada vez serían menos. Nos decían que la medicina del futuro sería una medicina personalizada, porque, gracias a los avances de la genética, cada paciente dispondría de un perfil propio que daría la clave a los médicos para tratarlo de un modo especial, e incluso que se podrían diseñar medicinas especiales para cada persona y su enfermedad. Se fantaseaba incluso con el aumento inusitado de la esperanza de vida sin querer ver que en un mundo lleno de ancianos casi inmortales no habría lugar para los jóvenes.

Podéis estar tranquilos, nos decían, porque el estado, las empresas y las ciencias velan por vosotros. Todos vosotros sois muy importantes. Al fin y al cabo sois, nada más y nada menos, que ciudadanos de un sistema que salvaguarda vuestros derechos y vuestro bienestar. La economía de mercado, en la que el aumento de la riqueza y la felicidad de cada cual hace que mejore la de todos, os permitirá vivir cada vez mejor. Será la fiel compañera del progreso material y científico del que seréis beneficiarios.

Sabíamos que en el pasado habían muerto millones de personas a causa de las enfermedades, las epidemias, el hambre y las guerras, y que eso seguía ocurriendo aún. Pero siempre pasaba en otras partes del mundo, que parece que estaban destinadas para eso. Estaban muy lejos, casi nunca se hablaba de ellas, y si se hacía era solo cuando por muy poco tiempo aparecía una imagen como la de un niño de un grupo de refugiados ahogado a la orilla del mar, o cuando se veían en nuestras pantallas las hambrunas de África o los desastres de la guerras del Yemen, de Libia, de Afganistán, de Siria, de las que casi nunca se habla. Cuando eso ocurría nos conmovíamos un poco, e incluso éramos solidarios enviando ayudas, pero nuestra compasión y nuestras ayudas siempre tenían una vida breve, porque subían y bajaban siguiendo la misma curva que con sus cifras y porcentajes vendrían a usurpar los nombres de los muertos del covid.

Llegó en la primavera ante la incredulidad general un virus desde un país muy lejano. Era China, que tiene un Gobierno autoritario y en la que viven más de 1.200 millones de personas, junto a su vecina India con otros tantos. En esos países es donde se suponía que tendrían que ocurrir las muertes en masa, porque no comparten los valores del humanismo occidental, porque tiene unas poblaciones gigantescas que parece ser importan poco a sus gobernantes. Si eso ocurriese allí nos dicen que nos mentirían, porque carecen de transparencia informativa, mientras que eso nunca nos iba a ocurrir aquí.

Fue en la primavera del año que no tuvo primavera, cuando, viniendo de Italia, llegó ese virus que luego acabaría por extenderse por todo el mundo, matando a más de un millón de personas, infectando a más de 37, y dejando tras de sí el misterio de su expansión, su contagio y quizás su extinción, con o sin la ayuda de las vacunas, como ocurrió en otras epidemias anteriores. Era un virus pariente de los virus de los catarros el que nos infectó, dejando en España más de 50.000 muertos, según el diario El País, pero no solo se llevó a miles y miles de personas y dejó secuelas a otros muchos miles, sino que con él se fue gran parte de nuestra confianza en quienes nos gobiernan.

Y es que según avanzaba la epidemia vimos como desde las esferas oficiales se iba mintiendo a la gente, atemorizándola, programando su conducta y confundiéndola con medidas y mensajes contradictorios, cambiantes y que, aunque a veces eran acertados, otras muchas no eran más que muestras de lo peor que puede haber: la incompetencia aliada con la soberbia.

Primero se quiso negar lo evidente y minimizar los riesgos. Se tardó mucho en poner los medios necesarios para frenar la plaga y curar a los enfermos. Se cometieron errores en cadena, poniendo en peligro y despreciando los riesgos, la vida y el trabajo del personal sanitario, que batió récords en contagios hospitalarios. Pero lo malo no fue solo eso, sino la manipulación de la muerte de decenas de miles de personas, el sufrimiento de miles y miles de enfermos y el dolor y la desolación de sus familiares por parte de casi todos los grupos políticos.

Los grandes partidos jugaron una indecente competición por hundir la credibilidad de los rivales y apuntalar la suya propia. Comenzamos viendo que el virus verdadero era el machismo, según las pancartas de una manifestación, para seguir escuchando que la culpa de todo la tenía el feminismo, que la había convocado. Por supuesto para algunos catalanes la culpa de la epidemia era de España. Y aunque algunos responsables hicieron más méritos que otros, sería difícil saber quién habría ganado el premio Nobel de la indecencia entre la cúspide del mando.

El control de la información y la población mediante el estado de alarma, que permitió cerrar prácticamente los juzgados e impedir las denuncias, hizo muy fácil filtrar y manipular los datos de enfermos y fallecidos, dando el esperpéntico espectáculo de decir que no se podía saber el número de muertos porque las autonomías no se los daban al gobierno central, porque era muy difícil sumar día a día cifras de unos miles de víctimas. Víctimas de las que se pedía información a las funerarias, como si en los hospitales no se pudiesen contar los fallecidos, y como si no se pudiesen mantener activos los registros civiles, o utilizar toda clase de medios informáticos de los que se dispone.

Aunque no en todas las partes fue igual, ni todos los políticos son iguales, en general faltaron medios materiales y humanos y las residencias de ancianos en todo el mundo desarrollado mostraron la cara más obscena de la epidemia. Hubo en ellas decenas de miles de muertos, sin tratamientos, muchas veces fallecidos en soledad y enterrados casi sin familiares ni los rituales que intentan humanizar la dureza de la muerte. También se manipularon sus cifras, por autonomías y según los intereses partidistas, así como las de los enfermos graves desatendidos por la medicina pública y privada y la de los muertos sin diagnóstico, que permitieron jugar con las cifras de las víctimas.

Falló todo, excepto la férrea voluntad de control político y social. Como el contagio de la enfermedad depende de la densidad de población y de su movilidad y no se podía dispersar a la gente, se optó por pararlo todo, superando en dureza y extensión todos los confinamientos del mundo, de lo que se mostró ufano el ministro de sanidad, sin que se lograse un mayor éxito, como cuando se paralizó toda la economía del país.

Se encerró a millones de niños tres meses, porque eran bombas víricas que iban a exterminar a sus abuelos. Una tarde cuatro ministros anunciaron su liberación ofreciendo cada cual la solución más ingeniosa, como llevar el niño a la cola del banco, a la compra del híper, al estanco –un servicio esencial–, a la farmacia o pasearlo con un localizador que midiese el radio de alejamiento del hogar familiar, quedando la duda de si todo ello regiría si se paseaba niño y perro a la vez. Se pusieron controles policiales necesarios e innecesarios, se pidieron salvoconductos no contemplados por la ley, y en las ruedas de prensa día tras día se enumeraban los miles de multas y cientos de detenciones, que acompañaban a las cifras de los muertos que serpenteaban con la curva.

Llegó el verano, y cuando se vieron las consecuencias económicas del exagerado confinamiento se pasó a predicar todo lo contrario y a querer incentivar el turismo, en un país en el que las vacaciones debían completar la inactividad de tres meses de parón laboral y educativo. Se despidieron médicos, se redujeron los servicios y la pandemia volvió. Pero hubo una gran diferencia. Ya nadie quiso volver a parar la economía. Lo único importante era no colapsar los hospitales, para que la muerte de los viejos con patología previa volviese a ser discreta y estuviese bajo control, y que así la gente pudiese seguir creyendo que ya habían dejado de morirse, porque todo volvería a ser como antes, y poco a poco la pandemia iría cayendo en un olvido, como el de la foto del niño ahogado a la orilla del mar.

18 oct 2020 / 00:00
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