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El cine, mejor sin receta

    NO entro en el juego de hablar mal de las plataformas, cuando se dedican (cada vez más) al negocio del cine. Más cine, por favor. Comprendo que algunos (aún no dinosaurios) somos de la quietud de las salas oscuras, una quietud ahora acompañada de ese chasquido de las palomitas. En realidad, las salas siguen, y que sea por muchos años. Ahí están, como otros negocios, en esta batalla de la pandemia. Y, sí, con la competencia de los estrenos en plataforma, a veces compartidos, a veces no, y la fiebre, engañosa, de las series.

    Seguramente es inútil ir contra los cambios que impone la tecnología, pero al menos habría que matizarlos. Yo mismo soy de cine de sofá y ‘streaming’, para qué negarlo, empujado por la escasez de tiempo y el vértigo laboral, que hace difícil a veces acudir a las salas, desgraciadamente. Todo acercamiento a la cultura me parece estupendo, lo que no me impide reconocer que prefiero grandes pantallas y el vientre de las salas (de niño me gustaba el cine de verano al aire libre, aquel frescor del anochecer), de la misma forma que prefiero los libros de papel frente a las ediciones digitales. Me gusta oler los libros y tocarlos. También leerlos.

    La guerra entre salas y plataformas tal vez no tenga sentido, pues estas últimas no van a ceder en plena edad de oro... al menos de las series. Se sigue manteniendo, a duras penas, ese criterio de explotación en salas, aunque se diría que algunas plataformas lo hacen a regañadientes. Dicen los expertos que su industria no es la industria del cine, tal y como la conocimos, sino otra cosa. Una lucha por los contenidos, como decía ayer Jordi Costa en ‘El País’, una pelea por hacerse con las historias que van a acaparar audiencia, y, por lo tanto, suscripciones. Y para eso hay recetas.

    Temo las recetas artísticas, algo que no es exactamente igual a la influencia de las modas. Odiaría que una editorial me dijera lo que debo escribir. El tema, el objeto de la escritura, o lo que sea eso. Todo huele a simplificación. Y quizás eso explique la simplificación de lo que se quiere hacer muy popular, ‘mainstream’. Como también ha pasado en política, parece que se huye de cualquier sofisticación si eso hace perder lectores, espectadores o... votantes. Y eso, claro está, no conduce más que a una grave pobreza. A un descalabro.

    Es verdad que los directores (hasta los más puristas) se han visto obligados a aceptar la presencia de las plataformas y a trabajar con ellas, porque esto es, finalmente, un negocio (si sale bien), además de un arte maravilloso. Si se hace con independencia (muchas productoras también marcan lo suyo en el cine, digamos, convencional) todo va bien. Si hay que ajustar todos los ingredientes para que salga una tortilla ‘mainstream’, mal asunto. No es comida rápida. No es dar con el sabor más aceptado. No debería ser.

    Y ocurre, claro. Queremos más espectadores, queremos más negocio. Es lícito, como un escritor, que quiere más lectores. El cine que se rendía a los gustos de la audiencia siempre existió. Es decir, se explotaban los nichos convenientes, el ‘western’, por ejemplo. Eso no llega a parecerse a la tiranía actual del algoritmo, ni al diseño milimétrico de las producciones.

    No matemos la genialidad exigiendo que todo esté medido y pesado. ¡Y de paso filtrado! Ocurre mucho en la vida real: hay que medir, hay que calcular. En el cine, o en la literatura, es la derrota de la creatividad, la muerte del arte. Me pasó, como ya dije, con ‘No mires arriba’, que me pareció una película fallida porque se notaban demasiado los ingredientes y también la receta.

    17 ene 2022 / 01:00
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