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El metaverso no es poesía

    HE leído en pocos días varios artículos sobre el peligro cibernético, que se alza como uno de los grandes problemas del futuro, es decir, del presente. Como la información es poder, el mundo digital se ha convertido en un mundo muy vigilado: ya lo era el mundo físico, y lo sigue siendo, como para que no lo fuera aquello que depende de la maestría de las teclas y del alma líquida de los algoritmos.

    Ahora, más que ritmo de vida, tenemos algoritmo de vida. Ser parte de ese material informático, que es como una genética del silicio, tal vez nos haga sentir importantes, pues en el mundo real se despreciaba mucho lo que no era radicalmente atractivo, o valioso (y se desprecia, en el sentido matemático), pero en el mundo digital todo contribuye, todo suma, hasta el más leve movimiento de ratón, hasta la ‘cookie’ más insípida. El mundo digital es como el cerdo, que de él se aprovecha todo.

    Estos artículos que leo, algunos muy profundos (ayer, en ‘El País’, Carissa Véliz, de la Universidad de Oxford), avisan de los peligros digitales y habrá quien diga que a buenas horas mangas verdes. No es un cáncer, creo, pero sí supone una modificación drástica de las reglas de nuestra vida, porque lo digital va de lo más grande a lo más pequeño, está en todas las escalas, y lo mismo atrapa un mamut que una mosca. Lo digital tiene ínfulas de totalidad.

    Nadie aspira, claro, a desdigitalizar el mundo, o como se diga, porque la tecnología tiene muchas ventajas y seguramente muy pocos estarían dispuestos a dar pasos atrás. Otra cosa es dejarse colonizar alegremente (sí, porque se hace con alegría y colorines). Porque, como decía Véliz, el propósito de lo digital no es otra cosa que colonizar lo analógico, devorarlo, diría yo, y por eso cada vez estamos más arrinconados, en ese territorio analógico mínimo que nos va quedando, como si fuera un apartamento de ciudad carísimo. Hay cosas que pronto serán un lujo, ya imaginan, y tal vez entre ellas esté un área libre de digitalización. Lo digital, en cambio, parece al alcance de todos, es un no parar, un entrar y salir, un lugar que fácilmente pierde el apresto y las capas de pintura.

    En medio de todo este tráfico, los datos son arrastrados por la corriente y van a parar a sus alcantarillas, a sus desagües, a sus piscinas multinacionales. No es de extrañar que muchos (los que sean) intenten pescar en esas aguas revueltas, y por eso los ataques cibernéticos están a la orden del día, y seguramente estamos ante un gran nicho de empleos tecnológicos, tan apetecibles para las empresas como, supongo, para los propios estados. Para Véliz, “digitalizar es vigilar”. Esa es su ecuación.

    La cuestión es que en lo digital parece estar ahora lo interesante, mientras nos inducen a creer que en el mundo físico, aún el más abundante, sólo queda la morralla vital. Triste. Por eso el teléfono móvil funciona como una extensión de nuestro brazo o de nuestra oreja, y terminará siéndolo de verdad. Ya no buscamos en el mundo real, sino en el virtual: la comodidad y la rapidez también contribuyen al engatusamiento colectivo. Quizás el nuevo ecologismo vuelva a dar importancia a lo tangible.

    Véliz cree que la absoluta digitalización de la vida pone en jaque la democracia y la libertad. El atractivo de las pantallas nos lleva a creer que es ahí donde se produce todo, donde se crea la realidad, tantas veces falsa (o radical, o maniquea, o engañosa, o trivial). No creo posible la desdigitalización, pero sí apoyo la creación de espacios libres de cosecha de datos, parterres a la vieja usanza y, desde luego, que las máquinas no decidan por nosotros (como empieza a ocurrir). El metaverso no es poesía.

    04 dic 2021 / 01:00
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