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El oráculo del pollo y el arte de la política

La diferencia entre primitivos y civilizados consiste en que los pueblos civilizados han estudiado a los primitivos, a la par que iban colonizando el mundo, mientras los primitivos tuvieron que limitarse a sufrirlos, a veces bastante asombrados al ver lo que hacían y decían. Decían los civilizados que su Dios era tan bueno que ya no lo podía ser más, y sin embargo ellos eran malos en muchas ocasiones, como cuando llenaron América de norte a sur de esclavos negros. Quizá algunos primitivos pensaron que los blancos no quería ser buenos para no hacerle competencia a su Dios y no incurrir en un pecado de orgullo o soberbia, de acuerdo con los catecismos que les predicaban.

Los blancos ofrecían la conversión a los colonizados, y eso tenía ciertas ventajas, porque les obligaba a reconocerles ciertos derechos como hijos del mismo Dios. Pero en realidad muchas veces no lo hicieron así porque pensaron que los primitivos eran algo tontos y estaban muy atrasados. En realidad creían que los colonizados estaban viviendo en un estado llamado “estupidez primigenia”, algo que si se dice en alemán, Urdummheit, suena como muy científico, a pesar de ser una tontería. Consecuencia de esa estupidez los primitivos ignorarían la paternidad biológica, al igual que los niños de los civilizados a los que se les explicaban las funciones de las cigüeñas. La ignorarían porque vivían también en un estadio de promiscuidad primigenia, como la que los civilizados compraban al acudir a sus burdeles. Y así, a lo tonto a lo tonto, los primitivos conseguirían hacer sin pagar lo que a los colonizadores les costaba dinero. Un hecho que sin embargo no fue interpretado en la época del capitalismo en ascenso como paradójica muestra de la inteligencia superior del primitivo con tendencia a la vida disipada.

Con el avance de la colonización de Australia, el África negra y el Pacífico se fue desarrollando la antropología, cultivada unas veces por misioneros, administradores coloniales o militares, y otras por simples viajeros o por profesores universitarios. Spencer y Gillen, dos misioneros que trabajaron en Australia, Schmidt y Sebesta, dos sacerdotes austríacos que trabajaron con los pigmeos, y autores como Evans-Pritchard, E. Leach y muchos otros militares y funcionarios del imperio Británico, comenzaron a darse cuenta de que la realidad de la vida de los colonizados no era como la que se quería hacer ver en los libros, y que, a veces, lo ridículo eran las ideas de los civilizados.

Se decían cosas como que los pintores de Altamira pintaban bisontes heridos para así cazarlos -sin ir casi de caza- porque su pensamiento era mágico. Pero estudiando a los esquimales, los pigmeos o los bosquimanos, todos ellos cazadores muy hábiles, lo que se pudo comprobar era que si hacían una ofrenda o rezaban una oración antes de ir de caza, era por miedo a fracasar y a que todo un grupo pudiese morirse de hambre. Sedna, la diosa esquimal de las focas, ayudaba en su caza y por eso le rezaba el cazador.

Fue un profesor y militar inglés, Evans-Pritchard, quien estudiando a dos pueblos del Sudán, los nuer y los azande, se dio cuenta de que los civilizados intentaban entrar en la mente de los colonizados con el principio “si yo fuera un caballo”. Naturalmente no somos caballos y no podemos sentir lo que un caballo siente al ver una verde pradera o correr a toda velocidad. Si un zoólogo practicase la introspección con un caballo lo tomarían por tonto, con razón, pero historiadores y antropólogos lo hacen, amparados por la distancia de pasado, o la superioridad del colonizador; y sin querer entender que las creencias y los ritos tienen un sentido personal y social muy profundo.

Esto lo dejó muy claro este antropólogo cuando estudió la magia y adivinación azande, y lo podremos ver con un ejemplo. Los azande son agricultores que almacenan sus cosechas en algo similar a nuestros hórreos. Como éstos, se construyen sobre unos postes de madera para evitar que entren los roedores. La madera de los postes puede estar carcomida por las termitas, pero es muy difícil saber hasta qué punto porque comen el poste desde dentro, dejando la corteza intacta para poder protegerse de la luz y no morir.

Los azande suelen dormir la siesta a la sombra de sus hórreos en los calurosos veranos, y a veces puede haber un accidente si los postes de alguno se quiebran. Vamos a suponer que yo suelo dormir la siesta y hoy me ha caído el hórreo encima y me mata. Es una casualidad, pero mis parientes dirán, ¿por qué le tuvo que pasar a él y además hoy? No siempre se acuesta a la misma hora. Algún día no duerme, o se levanta antes, y si se hubiese levantado un poco antes no habría muerto. Es evidente, como lo es que me pude caer una teja al salir de casa y dejarme en el sitio. Todos dirán, ¡qué mala pata!, por unos segundos no le habría pasado nada, o la teja le habría caído a otro. Solo se trata, en los dos casos, de la ley de la gravedad y de la resistencia de los materiales, ya sean la madera o los huesos. Pero los azande no se resignan a no entenderlo en un nivel más profundo, por querer ser excesivamente racionales.

Lo que hacen es practicar la adivinación, sacrificando pollos para saber quién puede ser el culpable de mi muerte. Se busca entre parientes, amigos, enemigos y al final se encuentra alguien que me deseaba el mal. Entonces, tras una auténtica terapia de grupo, se llega a un acuerdo, pagando una compensación por mi muerte y reestableciendo el equilibro social al haber aliviado las tensiones ocultas. Se parte de que toda muerte tiene un culpable, que al final tiene que ser humano.

Pero la idea de que toda muerte tiene un culpable también existió en Occidente, ya fuese éste una persona, animal, cosa o herramienta causante de un accidente. Por eso, desde la Antigüedad clásica se juzgó a armas por asesinato, condenándolas al destierro, y también a animales, hasta llegar al siglo XIX. Los principales encausados solían ser los cerdos, que a veces podían devorar a los bebés en las cunas en un descuido, o las ratas, pudiéndose declarar la guerra a otras especies peligrosas como lobos, osos... Tenemos actas de juicios contra plagas de ratas, asociadas a la propagación de la peste. En ellos se nombra a un abogado defensor, y, si se puede, se lleva alguna al estrado. Se creía que cada plaga estaba dirigida por un líder y los argumentos del defensor solían ser: que las ratas habían sido creadas por Dios y tenían derecho a vivir; que se les ofreciese otro lugar utilizando un guía. Esto fue real, y lo conocemos literariamente reflejado en el cuento del flautista de Hamelin, en el que también está la idea de que la música doma a los animales, como hizo Orfeo.

Nuestra política es una nueva variante del oráculo del pollo, porque en ella, en vez de analizar la realidad social, económica o de cualquier otro tipo, se llevan a cabo investigaciones para sacar a la luz siempre el mal oculto, la corrupción, las perversiones sexuales o de otro tipo. Esas investigaciones no son más que un juego representado en el teatro de la opinión pública, en el que se miden los gestos, las imágenes, y en el que las palabras cada vez significan menos, porque se usan por su valor emocional, movilizador, o como aglutinantes de un grupo frente a los rivales. Pero, a diferencia de los azande, ese psicodrama no sirve para aliviar las tensiones y solucionar los problemas sociales sino, como una pescadilla que se muerde la cola, como un máquina que se retroalimenta en una inagotable rueda de desagüe y recarga de las impurezas de cada una de las partes.

Y esto es así porque la verdadera política parece haber muerto, por dos razones. La primera es porque vivimos bajo los estados administrativos, cuyas dimensiones son gigantescas, y en los cuales lo que en realidad funciona es la gestión de bienes y servicios. La segunda es que el proceso de globalización en la economía, la ecología, la salud, el conocimiento y la técnica, y casi todos los aspectos de la realidad, ha devorado a los antiguos estados-nación. Esto parece casi inevitable, pero no lo es la muerte del discurso político, la pérdida de capacidad de análisis, reflexión y debate públicos y la degradación de los contenidos creados por los políticos y analizados por los poderosos medios de comunicación con la técnica del oráculo del pollo. Es decir, con rituales mágicos de control de la información para sacar a la luz las inquinas y miserias de quienes participan en la política e interpretarlo así todo en función de ellas.

Si nunca fue cierto que los primitivos no decían más que tonterías, también lo es que ahora las más notorias son obra de líderes políticos. Baste recordar a D. Trump recomendando curar el Covid con una inyección de lejía o a I. Díaz Ayuso diciendo en un tuit, para contestar a Carmen Calvo y su propuesta sobre la ilegalización de la prostitución: “estamos siempre en lo mismo, destruir empleo e imponer más socialismo”. No es posible que la presidenta de la Comunidad de Madrid crea semejante disparate, porque ni es tonta ni está mal de la cabeza, pero lo lanzó a bote pronto como parte del juego de oráculo del pollo, en el que todo vale y en el que ya no queda nada positivo.

05 dic 2021 / 01:00
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