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El papeleo y el dataísmo

    EL PAPELEO siempre fue uno de los males de la humanidad, incluso ahora que el papel tiende a desaparecer y todo es virtual y biométrico. Todos nuestros cuerpos y nuestras almas están siendo devorados por los silos de datos, esas tolvas que ordenan el mundo, que cosechan caras de ‘flâneurs’ y de gente que se para en los semáforos, como si fuera cereal dorado, para así hacer una memoria del mundo y alimentar al algoritmo, el nuevo monstruo en las cavernas cibernéticas, el dios y oráculo, el santo protector.

    Dice en ‘El País’ el gran filósofo alemán de origen coreano Byung-Chul Han, al que por lo visto lee todo el mundo que lee, que “el dataísmo es una forma pornográfica del conocimiento que anula el pensamiento”, o sea. La filosofía, a pesar de su maltrato habitual en los planes de enseñanza, empieza a ser uno de los pocos instrumentos que nos quedan para liberarnos de la dictadura de la simpleza. La filosofía también habla de lo que sucede ahora mismo, sobre todo de eso. Byun-Chul Han afirma que no hay un pensamiento basado en datos, aunque ahora todo se quiera solucionar así, tan guapamente.

    No digo yo que no haya una utilidad probada en el ‘big data’, que suena galáctico, no digo que no sirvan las conclusiones matemáticas ni las movidas algorítmicas, hasta ahí podíamos llegar, pero dice aquí el filósofo que “el pensamiento es erótico”, como parece que decía Heidegger, y si no es así que venga Ignacio Castro a rebatírmelo. Hay quien plantea el Dataísmo como la nueva religión, y tiene nombre de creencia, desde luego. Esa adoración al Dataísmo, esa subida a los altares de los datos con los que se quiere explicar el mundo no puede compararse a una Ilustración, porque frente al automatismo y el dominio de la máquina, la robotización de la sociedad y por ahí, está también lo desconocido y lo inexplorado, y lo inexplicable y lo profundo, y lo imprevisible, que es la vida, frente a los que creen que vamos hacia un mapa perfecto, una cuadrícula perfecta, que incluye la muerte de Eros, y, por tanto, la muerte del pensamiento tal y como lo conocemos.

    En estas lucubraciones me hallaba cuando Boris Johnson llegó a Marbella. De inmediato saltó la polémica, lo que no le pasaba a Clegg cuando veraneaba en Valladolid, también te digo, el caballero de Olmedo, llevado a la meseta por amor a su mujer. A Boris le achacaron que se fue de vacaciones mientras la gente andaba a puñadas por los surtidores, en lugar de sacar la tarjeta de puntos. Que los líneales de los supermercados suspiraban por las lechugas iceberg. Y en este plan. Y luego están las fronteras, cada vez más erizadas para el vulgo, o sea, para nosotros, y más abiertas para los vips.

    Nada contra lo de Marbella y Boris, pero muy mal sus protestas airadas por el papeleo de las aduanas con Irlanda del Norte, cuando desde el ‘brexit’, que fue la otra tarde, aquí el PM británico no ha hecho otra cosa que dificultar las fronteras hasta el infinito y más allá. Una de las asignaturas pendientes sigue siendo la lucha contra los papeleos, que tienden a ser inhumanos. Ahora la Unión ha tenido un nuevo gesto, y ha accedido a recortar en un 80 por ciento esos controles aduaneros. El tema irlandés, la necesidad de evitar una nueva frontera, no es asunto baladí. El dataísmo tal vez sea inevitable, pero el papeleo parece cosa decimonónica, y el ‘brexit’ es justo volver a eso: complicarle la vida a la gente por ese orgullo del espléndido aislamiento.

    15 oct 2021 / 01:00
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