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El periodismo debe continuar

    ES verdad que Iñaki Gabilondo parecía instalado en un segundo plano discreto, aunque hablara en primera persona. Los suyos eran vídeos para desayunarse con la realidad. Y tal vez con el desengaño. Opinaba, sí, pero lo hacía en voz baja, contrarrestando, por paradójico que parezca, el gran ruido. A mí me servía como antídoto contra las proclamas egocéntricas y solemnes. Ahora deja las opiniones, dice, porque ya no tiene fuerza para soportar esta batalla polarizada. Ya estuvo bien: hay demasiada gente gritando, aunque sea con la mirada.

    Espero que no sea una rendición, pero lo cierto es que así vamos perdiendo la gran riqueza de los matices. Cada vez tenemos más afirmaciones categóricas. Como el ser humano siente horror al vacío de la duda, algunos prefieren agarrarse a las verdades aberrantes que otros pronuncian. O a verdades directamente falsas, que tienen bastante predicamento.

    Lo de Gabilondo puede ejemplificar este gran cansancio que empieza a invadirnos. Sabemos que bajar los brazos ante la evidente barbarie puede condenarnos, pero no hay seguridad alguna de que las opiniones elaboradas se abran camino. Demasiados políticos le han cogido gusto a la superficialidad. El intelectual puede ser odiado, porque su existencia es molesta. Se trata de una enfermedad propia de la sociedad puerilizada. Para qué leer filosofía si tenemos eslóganes y tuits.

    Mientras Filomena se retira a su pesar, sigue coleando lo del Capitolio norteamericano, que algunos juzgan un hecho local, una coyunturita. Es un síntoma de borrasca, aunque Trump se apague con sus truenos. Biden va nombrando gente mientras caen las horas del reloj y Trump se va a ver el muro a Texas: aunque incompleto, y no por falta de mortero, es capaz de creer que ese es su legado faraónico. Lamentablemente, quedará. Un político debería ser más conocido por sus ideas que por sus ladrillos.

    Me aterra pensar que estemos perdiendo la batalla del análisis profundo. También la batalla del conocimiento. No sólo por las redes sociales (incluyendo el pavoroso uso trumpiano), sino por el progresivo debilitamiento del periodismo (y ahí Trump no ha escatimado esfuerzos).

    Ese gesto del veterano Gabilondo retirándose, harto, dice, de la cruel batalla, de la velocidad del presente que incita a no reflexionar, debería leerse como un símbolo preocupante. Y, a pesar de sus 78 años, como un síntoma del tiempo que nos espera. Quisiera equivocarme. Quisiera pensar que no caeremos en la gran trampa de desnudar la realidad de matices, que no sucumbiremos a esa patética manipulación que celebra la ignorancia, sobre todo porque se apoya en ella para crecer.

    Como sugería ayer Nicholas Lemann, en su artículo de El País, quizás el incidente capitolino tenga la virtud de haber puesto en evidencia una realidad fea y excesiva, latente pero cierta. La desigualdad existe, las personas que han caído en la marginalidad, sobre todo en el campo, no son un invento. Pero han sido reclutadas para el discurso extremista y banal. Como dice Lemann, “en la era de Internet (...) cualquiera puede publicar o recibir cualquier cosa, sea cierta o no”. Nadie está llamando a la censura. Lo que hace falta es buen periodismo. Antes de que todos bajemos los brazos.

    13 ene 2021 / 00:00
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