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El rostro de la piedra

Por José Leonardo Lemos Montanet, Obispo de Ourense

La Catedral de Santiago de Compostela siempre ha sido, desde su etapa fundacional, una estructura viva de la cual tanto los arzobispos como el Cabildo se han preocupado de ir adaptándola a los tiempos; eso explica la diversidad de estilos artísticos que en ella se encuentran. A lo largo de los últimos años, hemos podido contemplar cómo la fábrica de la ‘Casa del Señor Santiago’ se recortaba en el horizonte recubierta de andamios y rodeada por grúas. Esa estructura afeaba la hermosa silueta granítica de las torres del Obradoiro y de su entorno. El peregrino y el visitante que contemplaban esa realidad velada por las redes protectoras, cabrestantes y otros aparejos metálicos percibían un cierto desencanto, y no sólo eso, sino que cuando entraban en la Catedral quedaban sorprendidos al comprobar cómo esas mismas estructuras cubrían, totalmente, el Pórtico de la Gloria. Los compostelanos casi se habían acostumbrado a esa realidad y aguardaban en el horizonte, con esperanza, la apertura de un nuevo Año Santo Compostelano, para poder contemplarla sin esos obstáculos que la afeaban y poder disfrutar de una vez de la belleza que han heredado de los antepasados.

Poco a poco la piedra fue ofreciéndonos otro rostro, casi pudiéramos decir que parecía, a veces, que nos habían hurtado la Catedral y, en su lugar, nuestros sentidos nos ofrecían otra distinta. En este sentido vino a mi recuerdo una exposición que pude visitar durante mis años de estudiante en Roma –todavía guardo el catálogo de aquella muestra tan singular–, la artista se llamaba Gabriella Pompei. No sé lo que habrá sido de ella. Lo cierto es que aquella mujer, después de haber escogido piedras de forma rotonda en las orilla del mar, algunas del tamaño de una cabeza humana, las llevaba a su estudio y allí, con la paciencia típica de los artistas, procedía a manipularlas y pulirlas haciendo que brotasen de su interior, como consecuencia del caprichoso veteado de las misma piedras, los que ella llamaba auténticos rostros de las piedras. Lo mismo me pasa con las renovadas piedras del Obradoiro; sus formas primigenias oscurecidas antes por las inclemencias del tiempo, que con sus líquenes y otras adherencias le conferían una pátina dorada por el tramonto y que nos anunciaban la belleza de la policromía que escondía bajo aquella estructura dieciochesca. Aquellas piedras ahora se me mostraban renovadas y relucientes. Parecía como si se estrenase la fábrica del templo jacobeo. La luminosidad de la aquella fachada parecía indicarnos que tras ella se escondía algo mucho más hermoso: el Pórtico de la Gloria.

Todavía no he podido contemplar el Pórtico de la Gloria tal como quedó después de la seria intervención que se llevó a cabo. Sí he tenido la suerte, hace ya algunos años, de poder visitarlo cuando se estaba en pleno proceso de restauración. Las manos diestras de aquella especialista italiana que con la suavidad de su trato, teniendo en sus manos una especie de bisturí, se acercaba a cada uno de los detalles de las figuras, con la delicadeza de su maestría, para ir extrayendo las milimétricas capas que el tiempo había depositado en las figuras románicas. Al contemplar aquella escena tan de cerca se hicieron vivos en mí aquellos versos de Rosalía: ¿Estarán vivos? ¿Serán de pedra/aqués sembrantes tan verdadeiros,/aquelas túnicas maravillosas,/aqueles ollos de vida cheos?/Vós que os fixeches de Dios ca axuda,/de inmortal nome Mestre Mateo,/xa que aí quedaches homildemente/arrodillado, falaime deso/ (...)Aquí está a Groria.../

Estoy por asegurar que cuando el peregrino, al igual que lo han hecho otros muchos a lo largo de los siglos, entre en la catedral compostelana, traspasando el dintel de la puerta, después de subir la solemne escalinata del Obradoiro, se sentirá transfigurado por la belleza anticipada de la “gloria”. Esa catequesis en piedra quiere servir al hombre y a la mujer de nuestro tiempo que, a pesar del secularismo y del laicismo de moda, ahí se encuentran con que “esa es la Casa de Dios y la puerta del cielo”.

Compostela es una ciudad en donde la piedra se ha convertido en arte. Sus rúas, sus monasterios, las fachadas de sus casas solariegas, sus plazas y, sobre todo, la catedral y su entorno, recientemente renovado, es ahora como un hermoso estuche de piedra multisecular que guarda en sus entrañas una de las piezas más significativas que reclaman al devoto visitante un instante de quietud y silencio en su deambulatorio por las naves del templo: la cripta del Apóstol. El Amigo del Señor, a través de las piedras que constituyen la fábrica de su Casa, quiere ofrecerles a los que en ella entran, un anticipo de esos cielos nuevos y de esa tierra nueva en donde la Gloria de Dios se hace presente para el bien material y espiritual del ser humanos que es capaz de abrirse al Absoluto.

Este año, a causa de la pandemia, imagino que será factible entrar y gozar de la catedral, sin las masificaciones de los años normales. Gozar de la belleza de este templo y poder contemplar la gloria de Dios a través de los rostros de la piedra, es algo que anhelo realizar de nuevo, como lo hacía cuando era estudiante, a primera hora de la mañana, cuando apenas abierta la Catedral a los fieles se podría gozar de su paz, de su secular silencio y de la “soledad sonora” del ambiente en el que todavía se podía percibir el aroma del incienso que penetraba en el espíritu y lo abría hacia la contemplación de la Gloria.

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