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El valor de la transparencia

    LA transparencia ya no está de moda. Eso podrían pensar y seguramente pensarán algunas personas tras la serenidad que siguió a la explosión mediática que trajo consigo la aprobación de la primera ley de transparencia en el año 2013 y la creación de un variopinto ecosistema de órganos de control de transparencia. Nada más lejos de la realidad. La primera puntualización, la transparencia no ha sido y no es una moda, es un valor fundamental en todo estado democrático, un valor del que no se puede prescindir. La segunda, la transparencia se proyecta en diferentes dimensiones de la actividad pública, dimensiones que pueden reconducirse básicamente a tres.

    El primero, el valor legal. Porque, no nos olvidemos, ser transparente no es una opción para las administraciones públicas, es una obligación legal. Son múltiples las normas que contemplan deberes legales de transparencia, y múltiples son también los incumplimientos. Pero no todas las administraciones públicas incumplen, podría decirse que los niveles de transparencia son (muy) asimétricos, y frente a administraciones ejemplares se encuentran auténticos pozos de oscuridad. Un ejemplo, un reciente informe del Tribunal de Cuentas sobre esta materia concluye que solo un 42 % de las entidades locales publican la información sobre contratación en los términos legalmente establecidos. Queda mucho por hacer.

    El segundo, el valor reputacional. Decía Louis Brandeis que “la luz del sol es el mejor desinfectante”. La falta de transparencia supone un grave problema para la gestión pública, porque genera desconfianza, y la falta de confianza representa un grave riesgo en términos de reputación institucional.

    Algo que el sector privado cuida tanto y que en el sector público prácticamente se ignora, cuando todavía presenta mayor relevancia, pues se conecta directamente con la legitimidad democrática, con que la ciudadanía se sienta representada. Y no solo ello, la opacidad, la falta de información, la desconfianza también se mide en términos económicos, pues genera espacios para la corrupción y para las ineficiencias en la asignación del gasto público.

    Y precisamente por esa razón, en tercer y último lugar, el valor instrumental de la transparencia. Directamente ligado con la eficiencia y la eficacia en la gestión pública. Directamente vinculado con el buen gobierno y la buena administración, porque la falta de transparencia, por ejemplo, en la contratación pública tiene un elevado coste.

    Según la CNMC las irregularidades en la materia arrojan una estimación valorativa de 14.000 millones de euros. Ahora pensemos en los bienes y servicios públicos, en los hospitales que no se construyen, en las escuelas sin medios para una educación pública de calidad, por la pérdida de esos recursos.

    No nos lo podemos permitir. La transparencia no sólo ofrece mayor seguridad jurídica para los operadores, para los interlocutores con el sector público, sino que también genera confianza en la ciudadanía, y contribuye a una mayor calidad de los servicios públicos. En un momento como el actual, sometidos a fuertes tensiones derivadas de la crisis actual y futura, en los que, además, estamos pendiente de la gestión, absorción y canalización de los fondos europeos, sujetos a elevados umbrales de transparencia, no nos lo podemos permitir.

    Porque como decía Jeremy Bentham “cuanto más te ob-
    servo mejor te comportas”, el comportamiento de la Administración pública debe ser trans-parente y ejemplar.

    24 feb 2021 / 01:00
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