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En el adiós a Caballero Bonald

    COINCIDÍ muchas veces con Caballero Bonald (Pepe, como le decían siempre colegas y amigos) en los premios Biblioteca Breve, en las Drassanes de Barcelona, pero allí, como miembro del jurado que él solía ser, apenas había tiempo para intercambiar unas pocas palabras. Además, el poeta era requerido con frecuencia por todos los invitados, siempre tan cercano y tan propenso al humor. Ayer nos decía adiós, a los 94 años, aún con la poesía y el flamenco en los labios.

    Tuve ocasión de hacerle dos entrevistas largas (era muy generoso en la conversación, y hay muchas y muy buenas, publicadas aquí y allá). La primera fue en 2006, en los aledaños del Premio Nacional de poesía, y la segunda, de la que guardo mucha más memoria (y que puede escucharse al completo en la versión digital de este periódico), tuvo lugar en 2012, creo que poco antes de ganar el Premio Cervantes, con motivo de la publicación de ‘Entreguerras’ (Seix Barral), un largo poema de casi tres mil versos.

    Caballero Bonald dijo entonces que era un libro testamentario. El final de su carrera literaria, puesto que no pensaba escribir nada más: “creo que, con esto, ya lo he dicho todo”, me confesó entonces. Pero naturalmente siguió escribiendo bastante, y encontrando en la literatura grandes alicientes para seguir en su riquísimo universo, en el que la amistad, el goce de la vida, del flamenco y de la poesía se daban la mano: eran, en realidad, una misma cosa.

    ‘Entreguerras’ levanta acta poética de las terribles tempestades del siglo XX, del horror y el dolor, también de la vida que se mantiene apenas como una llama débil que los vientos más atroces no pueden apagar. Me dijo Caballero Bonald que ese libro, ese testamento, era un río circular, con muchos afluentes. Un lugar para la navegación, lo que más amó el poeta en vida, junto a la poesía. La literatura es navegar, es Ulises, es Yeats hacia Bizancio.

    Me recordó su llegada a Madrid en el 51. “Recuerdo bien el clima gris, mezquino, sórdido, la ciudad atemorizada. El frío en las calles. Y yo venía de la luz de Jerez y del calor de los amigos. Y de pronto me sentí aturdido en aquel Madrid. El compromiso vino después. Quise luchar contra las libertades amordazadas... No he olvidado nada de eso. Nada”, me dijo entonces.

    En el 59 fueron a Colliure, a homenajear a Machado. En 2012 sólo quedaba Bonald vivo de aquel grupo que encontraba en Machado la expresión más perfecta del pensamiento moral y el comportamiento civil. Pero de quien más hablaba siempre Pepe Caballero Bonald era de Ángel González: “cuando murió lo sentí como la muerte de un hermano”, dijo aquel día. “Era un gran conversador, aunque podía caer en el silencio. Trasnochador, fue mi gran compañero cuando andábamos por ahí tomando copas, seguramente más de las que debíamos. Experimentamos el goce del vivir, como contaba de nosotros Carme Riera. Ángel decía que habíamos aportado a la literatura española una nueva manera de vivir y de beber”, explicaba con una leve sonrisa.

    Como romántico surrealista (así se definía a veces) Caballero Bonald amaba la naturaleza. Siempre estuvo presente en su obra: “es por mi casa en Sanlúcar. Me paso el día viendo la vida, estoy frente al coto de Doñana”. Esa fue una casa de poeta. Lo otro fue navegar por muchos mares: “¡Y en Galicia! Solía ir con mi amigo el doctor Barros, a Cabo Udra, en Bueu. Navegábamos en una vieja reliquia de madera... Siempre digo, y lo digo con sinceridad, que, de no haber sido andaluz, yo hubiera querido ser gallego”.

    10 may 2021 / 01:00
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