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Esas perdices mareadas

    ENTIENDO las interminables discusiones sobre las fases o los desfases que se avecinan, porque seguramente el ansia de libertad es mucha. Esa libertad de movimiento que vaciará los escenarios de los balcones y llenará las calles nuevamente. Sin embargo, tanta palabrería sobre lo mismo termina cansando. Hacemos bola, como con la carne insípida. Creo que es un mal de nuestro tiempo. Masticar la actualidad hasta el hartazgo. Y tenerla que tragar. Hay temas que se digieren mal, y en ocasiones, ese ejercicio masticatorio parece parte del entretenimiento. Hasta nueva orden. Por eso me maravilla el personal que ha sido capaz de quitarse de esta sobredosis hiperrealista. Es muy fácil caer en las garras del consumo desorbitado de fragmentos de realidad, sobre todo cuando se parecen tanto a fragmentos de apocalipsis.

    Incluso entiendo otros debates que se cuelan, con cierto aire de frivolidad. Los del deporte, la vuelta del fútbol, y por ahí. Los entiendo porque hay gente que prefiere alimentarse de lo que podría interpretarse como una nadería balompédica, pero para algunos es un euforizante, antes que sufrir lo indecible con la realidad hirsuta. No me extraña que afloren los documentales de deportistas con vidas complejas, excesos diversos y glorias imborrables e incluso millonarias. La épica tiene muchas caras, muchas interpretaciones. Cada época decide cuál es el nombre de los héroes.

    Molesta, sí, el abandono de la cultura. Suelo descreer de los países que no colocan el arte y la cultura entre sus objetivos principales. O que no comprenden que sin su concurso es muy difícil superar los momentos de fragilidad y de incertidumbre. Un país maduro es aquel que es capaz de entrar en discusiones profundas, no meramente ideológicas, y también en las instituciones, no sólo en los platós de televisión. A medida que afloja el desconfinamiento observo que vuelven las viejas y obsoletas batallas dialécticas, las mismas perdices mareadas de los últimos tiempos, y es muy descorazonador. Habíamos quedado que todo esto traería algunos cambios, pero el escepticismo crece. Ya sabemos que el ser humano no cambia con mucha facilidad. El ruido que sale de las pantallas, iluminadas a todas horas para que no nos mate el horror al vacío, nos anuncia escenarios más o menos conocidos, esos en los que la tensión y el aire desabrido lo dominan todo, en los que la felicidad parece un asunto de segundo orden, y en los que la cultura apenas tiene representación. Otra vez, cielos, las viejas perdices.

    El pragmatismo se impone en tiempos de crisis: uno comprende el miedo a la debacle económica. Pero históricamente nuestros dirigentes, o quizás el mercado global, se empeña en dirigirnos una y otra vez hacia ciertas metas, obviando otras en la que podemos ser mucho mejores. Quizás sea el momento de reconducir este país hacia otra forma de modernidad, menos simplificadora. Los ciudadanos debemos mostrarnos en nuestra complejidad, porque un país complejo es mejor que un país simple. Rearmarnos científicamente, en el terreno de la investigación, es algo absolutamente vertebral. Volver a la alegría de la cultura y el conocimiento es parte de la solución de los problemas. Despreciemos de una vez por todas las discusiones bizantinas y las luchas mezquinas.

    15 may 2020 / 00:42
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