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Expectación en toda España ante el estreno de la Real Filharmonía

Fue el titular de El Correo Gallego del 29/II/1996. A la batuta, un casi desconocido, a nivel local, maestro germano: Helmuth Rilling. En los atriles, jóvenes intérpretes igualmente casi ignotos, que no debutantes. Las butacas, llenas. Todos, expectantes.

Desde entonces, el ritual de asistir al lontano Auditorio de Galicia aspiró a unir y crear familia, en pro de un noble ideal: La música tiene que ser capaz de formar una comunidad entre el que toca y el que oye... [La música] tiene una función social (Rilling, 1997).

El inicialmente desangelado edificio cobró animación y esta histórica y sonora ciudad sumó otra piedra a su rico patrimonio cultural. Nacía con vocación universal, pero a la vez, para ser muy nuestra.

Su fundación y trayectoria llenaron páginas y es fácil vaticinar que no pocas más acapararán. Menos conocido es lo que significó, por ejemplo, para un amplio sector representativo de Santiago: el ámbito universitario.

Muchos estudiantes pudieron escuchar repertorios reservados –decían, antes de conocerlos– para gente anticuada o elitista. Eso sí, cada jueves tenían que decantarse entre la movida santiaguesa o la caminata al Auditorio, aunque los más avezados hacían un 2x1 dejando las aulas desiertas al día siguiente. Pero todo les era perdonado por amor al arte.

Esos universitarios

–algunos hoy peinan canas– viven mayoritariamente fuera de Santiago. Tienen orquestas y bandas que les recuerdan viejas melodías, de esas que no mueren y se llaman clásicas. Incluso pueden ir a otros lugares para contrastar versiones. Me consta que lo hacen y transmiten su afición, convirtiéndose en improvisados cicerones de sus retoños e iguales. ¡Quién se lo diría! Y es que percibir la música –y más cuando se es joven y en directo– deja una huella imborrable.

Cifras, logaritmos y demás ecuaciones no bastan para calibrar la hondura e impronta que dejan las artes, y más la música y sus emociones, en las personas y, por ende, en la sociedad y realidad en la que viven.

Me gusta ver plasmado en ellos ese pluriempleo de los músicos de antaño. Nadie desconoce cómo, a nivel grupal o individual, sus integrantes se diversifican para llevar su maestría a otras aulas y salas de conciertos. Quizás sea congénito a su oficio: nada más grato que hacer partícipe de lo que se conoce y ama. Sale sin pensarlo.

Hoy es justo agradecer aquel despliegue de fuerzas de los que estuvieron en primera línea y entre bambalinas. Sus desvelos, quizás malinterpretados antes, e incluso ahora, no fueron en vano. Igualmente, es de recibo felicitar a una orquesta que, ya crecida –y diría, madura– llegó a moverse por el mundo sin complejos.

También parabienes a los compostelanos por mantener la esencia de lo que ha sido la música en Santiago: germen de cultura, aprendizaje, deleite y, cómo no, altavoz de proyección al exterior. Factores indiscutibles de encuentro y acogida, acordes con una ciudad jacobea.

Compostela, sin su arte, su música y todas sus orquestas –que se remontan a tiempos del Maestro Mateo– no sería lo mismo: El arte en su mejor forma debiera ser algo que concierna al ser humano, que lo pueda cambiar, que lo estimule a reflexionar, como bien dijo Rilling (1997).

Aquellos músicos, venidos de otros lares, ilusionados con un proyecto sin precedentes, se mimetizaron con nuestras raíces y lograron crear, en términos de su segundo director, A. Ros Marbà (2009): un sonido no globalizado: antiguo, en el mejor sentido... Un sonido de orquesta tradicional europea.

Las palabras de su actual batuta, P. Daniel (2020), reivindicando el poder de la naturaleza, de la vida y del amor a través de la música como referentes de nuestra esencia como seres humanos, y también como fuente de esperanza e inspiración en el futuro, suenan como buen preludio para proseguir la partitura.

Ahora es momento oportuno de arropar y exigir a nuestra orquesta e incentivar a su público a nuevos retos. Así crece y engrandece un país, ya que como manifestó el compositor betanceiro C. López García-Picos: Las orquestas son un fiel termómetro de la calidad de la vida musical de una comunidad y sus males no son otra cosa que síntomas de una patología generalizada (1990).

Lejos de patologías –sobrados vamos– busquemos la excelencia, para exclamar como Burney ante la Orquesta de Mannheim: [era] un ejército de generales, tan apto para planear la batalla como para luchar en ella.

Con más perspectiva se podrá juzgar su aporte más sobranceiro. De momento, estos 25 años de la RFG bien merecen un sentido y, por las circunstancias, quizás mejor callado aplauso.

¡Ad multus annus!

07 feb 2021 / 00:00
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