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¿Inmunidad de rebaño?

    A medida que la pandemia va destruyendo –con su mortífero avance– cuantas previsiones y medidas contrapuestas adoptan las autoridades políticas, más crece entre la ciudadanía la sensación de indefensión y duda sobre si se estará actuando del modo más conveniente para atajar el COVID-19.

    Ceremonia de la confusión que se ve favorecida por esa legión de supuestos virólogos, cada uno con sus particulares ocurrencias y que, a falta de una única dirección colegiada de entre lo más selecto de nuestros investigadores que se ocupara del problema, conforman el perfecto escenario para que por entre ellos se cuelen otros iluminados con las más perversas interpretaciones pseudocientíficas, hasta llegar al negacionismo.

    Conoce la sufridora ciudadanía, y por ello mismo las disculparía, las incertidumbres y dudas que presenta una situación pandémica nunca antes experimentada a la que se enfrenta la comunidad científica en su doble esfuerzo de combatirla y, al mismo tiempo, ahondar en su conocimiento desde el método de prueba/error.

    Resulta más difícil admitir, como ocurre, las incoherencias e inhibiciones que día tras día van dejando tras de sí, como señalado reguero de fracaso, las autoridades administrativas. Desde luego, la cerrazón del Ministerio a arbitrar más medidas jurídicas en favor de las autonomías. Pero también, la pasividad de los entes autonómicos refugiados en un escurridizo lamento en vez de adoptar las medidas que el buen juicio aconseja, aún a riesgo de que la siempre lenta justicia dictamine sobre una ilegalidad meramente burocrática.

    No se entiende tampoco que el Ministerio que amenazó en septiembre con el cierre de Madrid por una tasa de 720/100.000 mire para otro lado a la hora no ya de retomar la competencia que le incumbe y a la que renunció en primavera, sino de ni siquiera dar facilidades a las autonomías cuando la media de España está ya en 736, con seis comunidades por encima de los 1.000.

    La lista de aberraciones no cabe en el estrecho margen de estas líneas. Pero la exclusión de los sanitarios privados a la hora de acceder a una vacunación que sí se realiza “por error” a políticos o informáticos –¿para cuándo la dimisión de los responsables?–; la falta de viales y jeringuillas adecuadas, o su torticera distribución en función de una –más supuesta que efectiva– capacidad de vacunación son baldones que sobrepasan los ya amplios márgenes de la decencia política para caer de lleno en la responsabilidad penal.

    Desde un Estado de derecho no cabe pensar que las inhibiciones del Gobierno respondan a una planificada conveniencia ante las elecciones en Cataluña o por la voluntaria pereza para gestionar parlamentariamente un nuevo estado de alarma, lo que sería tanto como admitir que se juega con la muerte de los ciudadanos por interés partidista. Pero, como pasaba con la mujer del César, la solo mera sospecha de que pudiera ser así, la sucesión de hechos que lo hacen verosímil, debieran ser razón suficiente para adoptar medidas que alejen no solo la penalmente perseguible confirmación de la intentona, siquiera sea la exigencia política de que, además de ser honrados, deben parecerlo. Y ya tardan.

    Esas mismas inhibición e incoherencias están llevando la duda a destacados estudiosos de si el Ministerio no habrá optado por la –en otros lugares fracasada– inmunidad de rebaño al insoportable precio de un nuevo engaño y de unas muertes que ni siquiera son capaces de contabilizar.

    23 ene 2021 / 00:00
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