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Joven Feijóo, viejo Feijóo

Reconozcámoslo, un titular como este, Feijóo joven, Feijóo viejo, suena como el de aquella miniserie de los setenta Hombre rico, hombre pobre que arrasó en España y enseñó a los productores las tremendas posibilidades que este país podría presentar para su negocio, dadas sus tragaderas para soportar todo lo que le pasaran por la pequeña pantalla. Mucho antes de la llegada de Netflix y de esa fiebre que sustituye la literatura por toda gama de pantallas, empobreciendo la poca riqueza cultural de la que disponíamos en nuestro raquítico fondo de armario.

No obstante, hay una diferencia sustancial entre los conceptos que emanan de ambos títulos, al margen de que las vicisitudes del presidente gallego todavía no estén programas para que nos las sirvan en un telefilme: la riqueza y la pobreza son circunstancias de la vida que, en sus manifestaciones más extremas, contadamente se dan en una misma persona. En este mundo que nos venden lleno de magníficas oportunidades, habitualmente, el que es rico rico ya lo fue desde la cuna y el que nace pobre, pobre se muere. Luego está la clase media –en cuyos niveles acomodados se podría decir que habita Feijóo–, desde donde se sube a la caja de caudales del tío Gilito o se desciende a los infiernos de las necesidades, según el destino vaya tomando sus propias decisiones.

La riqueza y la pobreza son circunstancias de la vida, no nos desviemos, pero la juventud y la vejez, salvo imprevista muerte temprana, sí las experimenta todo bicho viviente, aunque hoy las ejemplifiquemos sólo en el príncipe de Os Peares. Un príncipe que en cierta medida ya logró ser rey, al menos, del complejo palaciego de San Caetano, en cuyos despachos pudo comprobar la velocidad a la que le caen los años. La vida es una carrera perdida de antemano contra el brutal y acelerado paso del tiempo, ese visto y no visto que hoy hace que el presidente de la Xunta nos lleve gobernando doce años y medio y se encuentre de lleno en esa frontera donde, desde su atalaya existencial, ya se ve más hacia abajo que hacia arriba.

Políticamente, era un niño grande de sólo 42 añitos cuando en 2003 regresó como estrella de la administración central de Aznar para acompañar a un Fraga que le doblaba la edad en sus pasos finales en Galicia. Luego, desde la oposición, se enfrentó en marzo de 2009 a un Touriño de 61 inviernos contra los 47 suyos. La primera vez que puso su presidencia en juego, en 2012, con 51 septiembres, todavía giraba su cabeza hacia arriba para medirse a los 58 del socialista Pachi Vázquez, y no digamos ya a los 76 de Beiras, que reaparecía comandando la coalición híbrida de AGE. A partir de 2016, en el ecuador de su estancia en Monte Pío, empezó a deslizar su mirada sobre candidatos más jóvenes. Leiceaga y él, con 55 años ambos, disputaban las autonómicas con una jovencísima Ana Pontón (39) y el pipiolo Luís Villares (38). Rozando la sesentena (59) ganó en 2020 sus últimas elecciones contra Gonzalo Caballero (45), Pontón (43) y Antón Gómez-Reino (40). Ahora, ya con 60 cumplidos, le surge una nueva alternativa desde el PSdeG, Valentín González Formoso, al que le lleva una década.

En estos 18 años transcurridos desde su vuelta de Madrid, semeja que sólo la oposición a él fue mudando a velocidad de vértigo en el escenario político gallego, pero esos cambios también afectaron a Feijóo, que tampoco es el mismo. A ritmo de leyes, discursos y gobiernos, se fue transformando en el presidente que hoy es. Puede que la edad sea un estado mental, donde es posible ser un viejo con 20 años y tener 70 y seguir bailando el Matar hippies en las Cíes. Feijóo vino como un Mario Conde y ahora se parece más a un rebelde yeyé. Aún anda lejos del punk de Siniestro, pero se acerca a los mirlos libres como Tierno Galván.

05 nov 2021 / 01:00
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