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La gloriosa gesta de la cruzada docente

Aunque dedicarse a la historia da poco prestigio y todavía menos dinero, sin embargo no dejamos de escuchar a diario a personas que dicen que han hecho algo histórico. Por lo general suelen ser políticos o periodistas deportivos expertos en analizar cada año el partido del siglo. Siempre ha habido gente muy dada a invocar a la historia, y decir que solo los podrán juzgar “Dios y la historia”, como hacía Franco, que era caudillo de España por la gracia de Dios solo en las pesetas, monedas de escaso poder adquisitivo, por lo general.

Como a Franco le encantaba protagonizar la historia; animado por sus compañeros de armas, decidió hacer una cruzada un poco al revés, pues subió desde Marruecos al mando de los moros para luchar contra los cristianos, equivocándose así notoriamente en la dirección y el sentido del asunto. Finalizada su cruzada, anunció que había liberado para siempre al mundo del comunismo, logrando sin duda alguna un éxito histórico, que pronto sería confirmado por el estallido de la II Guerra Mundial, en la que Hitler decidió invadir la URSS, más para estirar las piernas que por otra cosa, ya que el comunismo habría sido ya definitivamente neutralizado por el caudillo. Aunque Franco envió a la división azul, que no era azul porque combatió con armas, uniformes y bajo mando alemán, entre las muchas más de cien que estaban a su lado en el frente, el comunismo, de naturaleza tozuda, decidió expandirse por la Europa de telón de acero y por gran parte del mundo, no se sabe si solo para llevarle la contraria al caudillo, que no cejaba en exhibir su mérito como líder de los cruzados.

España, martillo de herejes, luz del Concilio de Trento y muchas cosas más, siempre ha tenido propensión a hacer cruzadas, de tal modo que hasta puede decirse que convirtió la cruzada en hábito, y como el hábito, bueno o malo, según Aristóteles, es una segunda naturaleza, podríamos afirmar que hacer cruzadas es, bien virtud, bien vicio hispánico, pues estas son las dos únicas clases de hábitos de los que somos capaces. Y como no podía ser menos, cuando el siglo XX parecía querer llegar ya su fin, los españoles de los dos bandos, tirios y troyanos, decidieron iniciar la cruzada pedagógica, también conocida como la gesta de Bolonia.

La finalidad de la cruzada consistió básicamente en hacer que la frontera sur de Europa se desplazase de los Pirineos al estrecho de Gibraltar, haciendo así que nuestras universidades por fin se integrasen en el mapa de Europa. Impartíamos por aquel entonces clases en la universidad diversas tribus de beduinos, que en vez de por tribus nos agrupábamos por asignaturas y estábamos notoriamente al margen de las luces de la civilización, por no estar iluminados por la fe pedagógica, que, como todas las fes, se condensa en un catecismo. Y como no hay cruzada sin predicación y el Papa, al contrario que en la Edad Media, no parecía interesado en el asunto, se decidió recurrir a Italia, y si no había Roma, por lo menos tendríamos Bolonia, donde se firmó una solemne declaración, que no tratado, diciendo que la enseñanza sería por créditos y se estructuraría en tres niveles: grado, máster y doctorado, y nada más.

Acudió a la firma representando a España el rector de Salamanca, que era jurista y sabía lo que firmaba. Se llamaba Ignacio Berdugo, pero era un verdugo con be y no con uve, y quizás por eso, visto el panorama que atisbaba en el horizonte, se pasó a la empresa privada, que funciona con balances y no cruzadas, porque le interesan más las cuentas que los cuentos. Y así los predicadores ya pudieron comenzar a lanzar a los cuatro vientos su catecismo pedagógico, cuyos preceptos y mandamientos serían de obligado cumplimiento para todos los niveles de la enseñanza: primaria, secundaria y universitaria, y que estarían además ungidos por los óleos de la gracia digital, que como antes se decía de Dios, ahora se dice que está en todas partes.

Así ya dejamos de ser africanos y todo comenzó a mejorar. Cuando los profesores solo éramos unos beduinos sabíamos que en cada curso destacaba una pequeña parte del alumnado, que además siempre asistía a clase. Otra parte era aceptable y el resto se apuntaban al vagón de cola. Pero al llegar los predicadores con su catecismo se obligó a todos los alumnos a estar sentados en el aula, inmóviles y en silencio, como se hace con los demás niños. Había que tomar lista, como en el cole, pero no para avisar a los padres por si alguno se perdía, sino porque la posición sedente en el propio banco puntuaba para la calificación, de acuerdo con la nueva y avanzada doctrina.

Tienen nuestros alumnos, de ahora y de antes, el mismo número de neuronas que nosotros los profesores. Nacen dotados de capacidades inteligentes, que van desarrollando con la edad, y por eso se dieron cuenta de que “si hay que ir a clase y cuenta, pues se va”. Vimos entonces los beduinos, que ahora éramos ya europeos y sedentarios, perfectas formaciones de alumnos ocupando pupitres y protegidos por las pantallas de sus ordenadores, a las que miraban, unas veces con atención y deje de concentración y otras sonrientes. Como aún no estábamos civilizados nosotros los beduinos creímos asistir a ese proceso de transformación espiritual que san Pablo llama metanoia, o sea, transformación global del alma y la mente, pero con el tiempo nos dimos cuenta que en tan trascendental postura se pueden hacer en el ordenador las siguientes cosas: enviar correos, ver películas o deportes, o estudiar otra asignatura distinta a aquella por la que están puntuando de cuerpo presente.

Se dejaron de utilizar los libros de texto, siendo en ello España excepción en el mundo, incluso casi se prohibieron, facilitando así a bastantes profesores que los copiasen en su ordenador y los proyectasen en sus PowerPoint, leyéndolos mientras los alumnos los tienen que copiar, hasta que algún hacker cree el programa de captura por wifi del documento del profe en la propia aula. El nuevo profesor europeo no se dará cuenta, pero mejorará mucho la condición del alumnado, que ya podrá aprovechar mejor la docencia presencial, incluso permaneciendo dormido. Esos hackers hubiesen sido una bendición en los casi dos años de pandemia, pues nos hubieran ahorrado el Teams, las aulas espejo, que muchas veces no están situadas en los espacios euclidianos, y hubiesen permitido crear realmente un cuerpo místico docente, unificador de almas y mentes, más allá del espacio-tiempo. O lo que es lo mismo, que alumnos y profesores practicasen la docencia en pijama en el tele-cosmos virtual.

Siguiendo otros preceptos del catecismo, que dice que todo lo que se enseña se enseña igual, sea lo que sea y lo enseñe quien lo enseñe, asistimos a logros científicos nunca vistos en nuestra anterior etapa africana. Por ejemplo, a hacer “prácticas de campo en el aula”, lo que equivale a nadar en piscinas sin agua, a impartir másteres de ciencias experimentales sin usar los laboratorios, o a comulgar con ruedas de molino, si pasamos ya al terreno gastronómico.

Cuando nos hicieron civilizados, los beduinos nos dimos cuenta que, como pasa siempre que se difunde una nueva fe y unos predican a los demás, los que predicaban la cruzada no la practicaban, sino que se eximían de dar las nuevas clases europeas, que solo se imparte así por debajo de los Pirineos, excluido Portugal. La predicación exige fieles, además de predicadores, porque si todos predicasen dejaría de tener sentido. Tiene que haber sujetos activos y pasivos en el ámbito pastoral pedagógico. Dicen los predicadores: “haz lo que digo, no lo que hago”, porque la carne es débil y a todos nuestros impulsos naturales pueden arrojarnos al abismo. Hay que evitarlo, y por eso los predicadores de la cruzada, nuestros ulemas pedagógicos, decidieron proclamarnos a todos menores de edad, desde la etapa infantil al doctorado, diciéndonos siempre lo que tenemos que hacer, cómo lo tenemos que hacer y lo que tenemos que pensar y desear, pues la educación ha de ser integral. Mientras tanto, ellos pueden hacer lo que dicte su superior criterio.

Así los profesores universitarios, cuando dejamos de ser beduinos, pasamos a contar los alumnos en los bancos, a enseñarles cómo escribir sin necesidad de saber nada, por ninguna de las dos partes, y a domesticarlos en sus maneras de hablar en el aula, o en las reuniones y congresos de la especialidad. O, dicho de otro modo, a ser civilizados, a no salirse del catecismo y no ser nunca originales desde el preescolar a la tumba, y a seguir siempre los preceptos de aquellos que, como el caudillo, solo pueden ser juzgados por sus nuevos dioses y por la historia, mientras los fieles bajan sumisos la cabeza.

16 ene 2022 / 01:00
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